viernes, 9 de septiembre de 2011

Buena Educación (2). Ver y mirar.

En la historia de los hombres hay figuras que pasan por modelos. Buenos o malos. Un modelo fue Caín. Estaba estrenando la vida y ya oía en su corazón: “... a tus puertas está el egoísmo acechándote como una fiera que te codicia y a quien tienes que dominar”. Y él respondía a Dios, después de haber matado a Abel: “No sé dónde está. ¿Es que me toca a mí cuidar de mi hermano?”.Un poco descuidados debieron de estar Adán y Eva en la educación de este hijo mayor.
Así hablan todos los egoístas, es decir, todos los ‘maleducados’. No saben dónde están sus hermanos. Que no los ven, vamos. Y si no los ven, mal pueden preocuparse de ellos. Hacen verdad -  pero ¡de qué modo tan miserable y tan triste! - la afirmación de George Berkeley (¿recuerdas?) hace tres siglos: Esse est percipi. Existe lo que veo, en una traducción cómoda. Existimos porque Dios nos ve. Existen las cosas que percibimos. Y las personas. Podríamos pasarlo a nuestro lenguaje vulgar: “Lo que no me interesa ni lo veo ni existe”.
Bien educado es el que crece madurando como persona. “Crece madurando”. Porque cada paso de la vida nos hace madurar cuando, al caminar, no pisamos a ninguno de los que van junto a nosotros porque los vemos, y los respetamos y hasta los amamos.
Ser persona es ser para los demás. Y ser para los demás hasta dar la vida por ellos es la cima de la buena educación, porque es la cima del amor. Así hablaba Jesús, el ‘hombre perfecto’, el ‘Bieneducado’ en quien el Padre se complace. San Francisco de Sales, tan humano y tan divino, lo repetía con una metáfora: “La educación es la flor de la caridad”.
Lo podemos decir de otro modo. “El que no ama no puede ser ‘bieneducado’”. O viceversa: “El ‘maleducado’ lo es porque no ama”. Y en positivo. “El que ama de verdad ha llegado a la cima de su educación, de su madurez como hombre”. Y como cristiano.
¡Qué raro suena este consejo: “Sed esclavos unos de otros, pero por amor”! Ser esclavo es duro. Y, sin embargo, qué fácil es ser esclavo de sí mismo. Todos somos un poco (o un mucho) esclavos de nosotros mismos. Y eso que nos gusta, por encima de todo gusto, ser libres. Sólo el educado, el ‘bieneducado’, es libre. Liberarse es educarse. Y al revés.

martes, 6 de septiembre de 2011

Buena Educación (1)

Teseo acaba con Procustes

Procustes era un bandido griego en la lejana historia. Siempre y en todas partes ha habido bandidos y bandas. Basta mirar a nuestro derredor (y un poco más allá) en nuestra querida España. Con su banda actuaba Procustes en el Ática. Vigilaba el paso de los ingenuos que osaban pasar por un determinado puerto en la montaña. Los detenía y robaba. Y a los que no satisfacían su avidez, los sometía a esta corrección: tendido en un lecho que tenía la media del bandido, los descoyuntaba o cortaba los pies si no llegaban a su estatura o la excedían. Teseo acabó con él.

Procustes no era, evidentemente, un hombre educado. Ser educado lleva consigo aceptar que cada persona con quien convivimos sea ella misma, respire su aire, disfrute de sus derechos, conserve su propia medida.

Cuando oprimimos, deprimimos, exprimimos o comprimimos (que todo eso somos capaces de hacer en los vericuetos de nuestra vida)... cuando hacemos algo de eso con nuestro vecino y le sometemos con ello a nuestra medida, a nuestro gusto, a nuestro criterio, a nuestra real gana, empezamos, seguimos y acabamos siendo mal educados. Como Procustes.

En el fondo, un ‘maleducado’ es un egoísta. Y un egoísta es, en el fondo y la forma, un inmaduro, un enano, un raquítico de espíritu que conserva, aún después de muchos años de vida, la idea infantil de que todo el mundo gira alrededor de él, de que él es el bello ombligo del mundo. “¡Cuántos son los enanos!”, lloraba Plauto. Y Juvenal decía: “Los buenos son tan pocos, que apenas llegan al número de las puertas de Tebas o de las bocas del Nilo”· Que eran siete.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Estampida.


Birmingham, Leicester, Wolverhampton, West Bromwich, Gloucester, Liverpool, Manchester, Nottingham... han sufrido una triste y dolorosa estampida de elefantes estos días pasados. Los elefantes se guían por su instinto. Elefantes borrachos, sedientos, acosados... se han lanzado, en bastantes ocasiones en que su vida ha sido violentada, a responder con violencia para restablecer el equilibrio perdido.
Pero cuando los elefantes tienen nombre de hombre y, se supone, cerebro humano, sólo hay una explicación para su desconducta de marabunta. En realidad no son elefantes ofendidos, sino hormigas legionarias Ecitoninas, Dorylinas o Leptanillinas dotadas de un cerebro depredador, dispuesto a las razias urbanas, apoyado en la masa y envenenado por su ansia de destrucción y desquite. Y a veces por sus ganas de comer.
Suelen unirse en grupos los que son incapaces de vivir con independencia, de lograr objetivos nobles en la vida con su propio esfuerzo, en la soledad del que se entrega a un trabajo serio, duro, tenaz y constructivo. Suelen ser larvas de seres humanos que se han quejado de todo, que lo han querido todo, que critican todo, que piden poder definir algo en la sociedad y moldearla con un proyecto que son incapaces de precisar, cuando lo que han definido en su vida ha sido precisamente un absoluto vacío de proyecto y la gris vagancia de un perpetuo descontento y de una inacabable espera, que no esperanza, de que algo pueda cambiar las cosas. Son partidarios inconfesados de la dictadura, pero practicantes implacables de ella, porque ellos siempre tienen razón, más aún, sólo ellos tienen la razón.   
Es triste comprobar que tienen padres. Y madres. Y la tristeza nace no de comprobar que han nacido por culpa de alguien, hecho inevitable, sino por la culpa de que ese alguien los haya alimentado como a buitres.
Conocí el caso de un muchacho ya talludito que vivía con su abuela porque sus padres se hartaron de él. Y su abuela, esclava de su barbarie, veía y lloraba porque, por ejemplo, no le gustaban los espaguetis que le preparaba y los tiraba entre gritos contra la pared. 
David Cameron dice ingenuamente que la causa de lo sucedido se debe a la “falta de educación adecuada”, a la “falta de ética y moral”. Y califica de “repugnante ola de violencia” a lo que no es más que una necesaria consecuencia del desconcierto familiar y social que desde hace ya mucho tiempo se ha instalado en el cómodo modo de vida que nos encanija.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Discutir.

Eso es discutir y lo demás es cuento. Duelo a garrotazos, como pintó Goya en la Quinta del Sordo que compró en 1819: los pies bien hundidos en la tierra para no ceder ni un centímetro de la propia postura, el garrote bien asido para no errar y con la intención bien clara de dar en la cabeza al otro dialogante para acabar con él.
Parece que lo de los pies enterrados no era así en el original, sino que fue un mal arreglo al pasar el óleo del revoco al lienzo. Pero lo dejamos para nuestra reflexión como hoy se ve, porque es un rasgo más del talante de los que discuten.
Discutir es golpear para separar, sacudir para que caiga lo que sea, la tierra adherida a la raíz, la fruta, el grano, el vecino, el que nos lleva la contraria…
«¡Vivir allí arriba unos días en el silencio y del silencio nosotros, los que de ordinario vivimos en el barullo y del barullo! Parecía que allí oíamos todo lo que la tierra calla mientras nosotros, sus hijos, damos voces para aturdirnos con ellas y no oír la voz del silencio divino.  Porque los hombres gritan para no oírse cada uno a sí mismo,  para no oírse los unos a los otros… Para descansar de las visiones de miseria de cualquier barranco humano, para digerir todo lo que es accidente en la vida, ¿qué mejor sino la cumbre de la Peña de Francia al abrigo del venerado Santuario?» - escribía Miguel de Unamuno después de pasar algunos días en aquel precioso monte.
¿Quién discute? El que no tiene razón, el que busca eliminar al que tiene enfrente o, al menos, hacerle callar. El que impone su palabra (o su grito) con la fuerza del garrote verbal. Discute el que va por la vida levantándose tronos de autoritarismo a fuerza de tronar y escupir fuegos. El que no ha aprendido a pensar, a compartir, a regalar. Se le pueden aplicar los conocidos versos: Cuando empieza su charla don Malvicho, qué va a decir no sabe el infelice; cuando sigue, no sabe lo que dice; cuando acaba, no sabe lo que ha dicho.
Pero lo ha dicho y ¡ay del que contradiga su veredicto! Porque, como dice el refrán castellano, palabra y piedra suelta no tienen vuelta. Los suizos lo apadrinan mejor: Cuando la piedra ha salido de la mano, pertenece al diablo.
Conversar es el modo normal de comunicarse las personas capaces de saber que el otro, sea quien sea el otro, tiene derecho a existir, a hablar, a tener una opinión, a expresarla. Conversa el que escucha, el inteligente que sabe que oyendo se aprende, que oyendo se afina la capacidad de juzgar, que no se habla para quedarse por encima, sino para verter en común (ese es el significado exacto de “conversar”) el propio corazón y tomar del regalo de los otros lo que puede servir para enriquecer el propio.

lunes, 29 de agosto de 2011

"Minorías Creativas".

Al cumplir 22 años, Arnold  Joseph Toynbee, un inquieto pensador inglés, dedicó un año, desde septiembre de 1911 hasta agosto de 1912, a soñar en las civilizaciones de Roma y, sobre todo, de Grecia, cuyos escenarios recorrió casi siempre a pie, muchas veces solo. Ya había empezado a consolidarse la personalidad científica de uno de los más grandes filósofos de la historia. La abundancia de sus escritos, la riqueza de su investigación pero, tal vez, más que nada, su luminosa intuición, le hicieron expresar la teoría de la contemporaneidad de las civilizaciones: “Sea cual sea lo que la cronologia pueda decir, mi mundo y el mundo de Tucídides demostraban que eran contemporáneos. Y si esta era la verdadera relación entre la civilización Greco-Romana y la civilización Occidental, ¿no podía suceder que entre todas las civilizaciones conocidas por nosotros se revelase una misma relación?”.
No son las naciones ni los estados ni las etnias el fundamento de la sociedad humana. La base de una civilización es la respuesta que una población da al reto que se le presenta. Si en ella hay una minoría selecta y creativa, capaz de definir el reto, nacional o social, y dirigir a la población para superarlo, nace una civilización o se estructura sobrepasándose.
Alguno que recuerde esto pensará, sin duda, en el trance actual de muchas “civilizaciones”: pasan por crisis, padecen convulsiones, provocan tensiones... Y esperamos con Bécquer que haya una mano de nieve o una Voz que arranque las notas de esa arpa dormida o dé vida al Lázaro muerto.                      
Pero como estas palabras van dirigidas, no a gobernantes, sino a aquellos que tienen el privilegio de descubrir las notas de quienes están creciendo en la vida junto a  nosotros son capaces de convertir en una sinfonía gloriosa o de despertar del torpor y la inedia al genio que duerme en el fondo del alma, vale la pena el esfuerzo de recordar a Toynbee y su justificada exigencia de que una minoría creativa, ilusionada e ilusionante guíe y arrastre hacia la superación de ese reto a los que deben crecer en nuestro arrimo.  
¡Tú eres esa minoría creativa e ilusionante! ¡Tú eres la mano de nieve! ¡Tú eres la Voz esperada! Y si debes serlo y no lo eres, renuncia a tu papel.

viernes, 26 de agosto de 2011

Cruces.


La Kryžių kalnas (Colina de las cruces) se encuentra a unos siete kilómetros al norte de la ciudad industrial de Šiauliai, en Lituania. Uno no va a esa colina a contar sus cruces. Nadie lo sabe, aunque se supone que son más de cien mil.
Parece que las primeras se plantaron después de la batalla de Grünwald en 1410, contra la Orden Teutónica. Lituania era libre y defendía su independencia con la fuerza de la cruz, signo de libertad y sacrificio de la vida por defenderla
Pero no todo fue fácil. Quedó anexionada a la Rusia de Catalina II de Rusia en 1795 y reprimida en 1836 y 1863. Aumentaron entonces las cruces y el intento de eliminarlas. Estuvo sometida a los alemanes en la segunda guerra mundial hasta que la ocuparon los rusos en 1944. Y las cruces crecieron. Se niveló la colina y entre 1961 y 1975 y en distintas ocasiones se destruyeron las cruces que volvían a florecer.
En 1985 llegó la paz a la colina y después de la caída del muro de la división, la cruz volvió a ser la fuerza de la unión, de la hermandad, de la libertad y del amor. Las ideologías (¿existen?; ¿qué son?) no tienen nada que temer de las cruces, de la Cruz. Al contrario, deben acudir a ella si quieren ser algo para beber autenticidad. Porque, aparte de la referencia que tiene para la fe de los cristianos, que en ella depositan su amor a la bondad y grandeza de Cristo, es para cualquier hombre con sentido común que conozca su historia y su naturaleza, el instrumento con el que se saben capaces de defender la dignidad de las personas, la libertad de su grandeza, la capacidad de crecer en amor y entrega, el camino para levantar una sociedad en el respeto y la paz, la solidaridad mutua y la estima por los valores que la hacen merecedora de poder existir.

martes, 23 de agosto de 2011

Una buena noticia.

Copiamos literalmente de una nota de prensa:
En Grecia se abrirá una cátedra de español.
Dicen de Atenas que el ministro de Instrucción pública ha comunicado que el Gobierno griego ha decidido en principio crear en la Universidad de Atenas o en la de Salónica una cátedra de literatura española.
España, en cambio, creará en diferentes Universidades españolas cátedras de lengua griega e introducirá la enseñanza del griego moderno en las escuelas comerciales.
¿Suena a noticia añeja? Pues, sí: tiene 85 años. Añeja, pero no agotada. Porque debemos suponer que en ese tiempo se han impuesto muchos griegos en nuestro idioma nacional. Y viceversa, muchos españoles hablarán hoy con soltura, si no el griego de los que llamamos clásicos, Agatón de Atenas, Jenófanes, Isócrates, Esquilo, los muchos Apolodoros que hubo, Parménides, Platón, Eurípides, Aristófanes… sí el de andar por la calle hoy para pedir en Atenas un taxi y explicar nuestro destino, elegir de la carta en un restaurante, escuchar en su lengua (¡y ya nuestra!) a un guía nativo las excelencias, por ejemplo, de la Linterna de Lisícrates.    
Dicen (¡pero dicen tantas cosas que no hay que creer!) que los españoles estamos en la cola en eso de saber lenguas extranjeras. Que viajamos sin necesidad de saber la lengua del país al que vamos, porque siempre hay un español, residente en él, que nos atiende amablemente o un nativo que sudó lo suyo hasta dominar nuestra lengua. Y añaden que como en España no se pone el sol, en cualquier sitio al que vayamos deben entendernos sin más. ¡Que estudien ellos!
Dicen (¡pero dicen tantas cosas que no hay que creer!) que los españoles no aprendemos lenguas de otros países por una razón muy repetida: por vagancia. Y no lo hablamos por otra razón muy escondida: por nuestro ridículo sentido del ridículo.
No estaría de más que analizásemos personal y familiarmente (en otras dimensiones ya lo hacen sabias instituciones sociológicas y psicológicas) si eso de la vagancia es verdad. Porque si es verdad, debiéramos plantearnos en el ámbito personal y familiar (en otros ámbitos ya intervienen eficazmente – se supone - los vigías oficiales del ser y del saber) si en el bagaje de nuestra educación (la que ofrecemos padres y educadores; la que adoptamos y nos imponemos hijos y los que tratamos de ser más y mejores) figura el esfuerzo. Decimos cándidamente (o estúpidamente): Un niño a los tres años habla ya y sin esfuerzo casi a la perfección el español: ¿y yo voy a estar cinco tratando de aprender malamente el inglés? Se me ha escapado lo de “estúpidamente”, pero es que es estúpido creer que un niño en tres años no ha hecho un esfuerzo formidable para hacer suya la lengua de sus padres.
Ahí está la llave: en querer, en decidir, en ponerse a ello, en sudar.   

sábado, 20 de agosto de 2011

Pandora.


Hesíodo nos regala, desde hace más de dos mil setecientos años, las aguas corrientes de los mitos que él bebía en el pasado. Entre ellos narra la extraña historia de Pandora, la primera mujer. Prometeo (cuyo nombre significa “previsión”) había robado el fuego de los dioses sin prever lo que le pasaría después. Zeus, airado, encargó a Hefesto, maestro de la forja, que hiciese una mujer encantadora, ¡Pandora ("¿regalo de todos?”, “¿regalo para todos?”), de tierra, blanda, atractiva, fecunda!, y se la entregase a Epimeteo, hermano de Prometeo, el ladrón del fuego. A Epimeteo (nombre que significa “que se da cuenta después”) le había advertido su hermano que no aceptase regalos de los dioses. Pero quedó tan prendado de un regalo como aquel (Afrodita la había hecho luminosa, Atenas le había enseñado a tejer, Hermes  la había dotado de astucia y falsedad, que no se notaban, y el mismo Hefesto la había adornado con una diadema cuajada de pequeñas y delicadas figuritas de animales) que no pudo resistirse. Pero es que, además, venía con una graciosa caja que, procediendo de los dioses, no podía ser sino una prueba más de su amistad. ¡Ya, ya!
No andaban los cantores de acuerdo en decir si la caja guardaba todas las malandanzas, que se escaparon por toda la tierra cuando Pandora abrió la caja (¡menos la Esperanza que, por esperar, quedó dentro!) o si lo que traía la caja eran todas las bienandanzas que se disiparon en la nada dejando la caja vacía.
Nos vale como imagen (realmente los mitos son la reconstrucción de la realidad humana aupada al escenario de nuestras expectativas) si aceptamos que el mundo está lleno de egoísmo, del Egoísmo, el único mal y el conjunto de todos los males.   
No hace falta ser un experto y honrado analista para comprobar que, en efecto, no hay mal que no sea padre, abuelo, sobrino o hijo del egoísmo. Decimos “honrado” porque vivimos gritando (creyendo que por decirlo más fuerte lo hacemos más verdadero),  que tal cosa no es egoísmo (es decir, que es amor) cuando sabemos de sobra en cada caso que eso que llamamos, gritando, amor no es sino autoerotismo, es decir, autocomplacencia o complacencia que nos seduce a nosotros cuando se la ofrecemos al vecino.      
Sólo el Amor sacia el hambre y la sed de felicidad del ser humano. Sólo el Amor hace desaparecer la peste del egocentrismo que nos encanija y nos autodestruye. Sólo el Amor se convierte en el dique que contiene el mar de las desgracias. ¡Ay si sólo hubiese Amor: no habría desgracias que contener!.

miércoles, 17 de agosto de 2011

El árbol del misterio.


Seguramente conoces el llamado “árbol del misterio”, un enebro que se ha convertido en emblema de Badger Springs, en Arizona, Estados Unidos. Desde hace dieciséis años tiene un comportamiento muy especial: a pesar de que en su cercano entorno se han producido fuegos que han acabado con toda la vegetación, él ha quedado intacto. No es un milagro. Pero yo creo que ni si quiera un misterio. Sí es, sin duda, un árbol especialmente dotado. En el verano de 2008 un incendio arrasó mil hectáreas del precioso pueblo segoviano de Moral de Hornuez, desapareciendo su enebral, el mayor de Europa. Hay árboles, por ejemplo los eucaliptos, que están especialmente dotados para soportar fuegos que arrasan otras especies. Y eso pasa con los hombres.
He tenido ocasión de calar un poco en el alma de unos cuantos jóvenes que pasaban hacia el llamado JMJ. La conclusión de mi “análisis” es la de que son jóvenes normales, natural y sobrenaturalmente dotados para seguir floreciendo en un ambiente social no especialmente favorable para que crezca y madure el espíritu.   
Hablando con algunos jóvenes (exagero un poco, pero no mucho) se producen diálogos como éste: - ¿Qué aficiones tienes? – Mmmm. - ¿Haces deporte? – Mmmm.
-¿Qué tal te llevas con tus amigos? – Mmmm. - ¿Cuál es tu mayor ilusión? – Mmmm.
- ¿Qué autores preferidos tienes en tus lecturas? – Mmmm. - ¿A qué dedicas el tiempo libre? – Al ordenador.   
Es el autorretrato de un joven, seguramente bien construido, pero con muchos pisos vacíos. Es el retrato de muchos jóvenes que ante un incendio y agarrados a su nicho pretendidamente seguro de su tierra familiar no van a aguantar ni el viento ni el fuego ni las responsabilidades de la vida, de una preparación seria para el futuro, de una profesión, de un matrimonio o coyunda, de una felicidad a la que están llamados y necesitan, pero que creen que se saca en una rifa.  
Los jóvenes a los que me refería al principio, de unos 20 años, manifestaban que todos sus pisos están bien amueblados: gozan con la amistad que cultivan con generosidad, trabajan o estudian con ilusión, son optimistas y animosos, no dan importancia a algunas privaciones o fastidios del camino, necesitan sentido para su vida en la atención y  servicio a los demás, tienen como referencia para su felicidad a Cristo lleno de amor en la cruz.
No hace falta que, como los habitantes de Badger Springs a su árbol, les colguemos banderitas en las fiestas de Navidad y Acción de Gracias. No sólo porque no las necesitan. Sino porque no dan importancia a ser normales, a tener familias normales que amueblan todos los pisos de sus vidas con los valores que los hacen incombustibles ante el fuego.

sábado, 13 de agosto de 2011

Un gigante.

Desde hace tres meses miramos al que fue Papa Juan Pablo II como beato. El Papa actual, Benedicto XVI, añadió del pasado 1º de mayo ese título con el que la Iglesia católica reconoce su santidad, a los que ya tenía en vida, conocidos por todos. Uno de ellos fue el de Grande, Magno. No hace falta recordar su vida ni sus actos para aceptar ese calificativo como sumamente adecuado a su persona, a su servicio a Cristo y a su historia.
Cuando en el primer aniversario de su muerte, el 2 de abril de 2006, el Papa Benedicto XVI se preguntaba: “¿Cuál es el legado de este gran Papa…? Su herencia es inmensa, pero el mensaje de su larguísimo pontificado se puede muy bien resumir en las palabras con que quiso inaugurarlo aquí, en la Plaza de San Pedro, el 22 de octubre de 1978: «Abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo»”.
La cercanía de tantas personas a él en sus últimos días, en sus últimas horas, estuvo llena de pena y de cariño. Se iba. Era irremediable. Su alta torre de pregonero de Cristo se abatía. Y sus últimas palabras, en polaco, fueron: «Dejadme que me vaya a la casa del Padre». Es decir, las mismas de la inauguración de su pontificado: «Dejad que se abran las puertas, dejad que Cristo, la Puerta, el Buen Pastor y el Camino hacia el Padre, me tome en sus manos».    
Cuando una personalidad que preside una institución decae notablemente por su debilidad física, aparecen siempre agoreros con alma de buitre que esperan, desean, invocan a la muerte para que vengan otros a quien poder seguir mordiendo.
También se dio (lo sabes por los medios de comunicación) con nuestro Beato: “Que pongan a otro!” “¿A qué espera para renunciar?” “¡Vacío de poder!”… Es verdad que hay “gobiernos” que requieren toda la entereza de la vida. Pero hay otros que consisten precisamente en gobernar muriendo, amando. Uno de ellos es el de la paternidad.
Si Juan Pablo II invitó a abrir las puertas de par en par a Cristo, es justo creer que él lo hizo así. Y que cuando Cristo le llegó clavado en la cruz, se apresuró a ofrecerse para ser cirineo suyo, llevar su propia cruz, aceptar morir clavado como Él, con Él. Ese fue el supremo gesto de gobierno, el único cristianamente eficaz, porque el seguimiento hasta el final de Jesús no podía hacerse sin acabar, como Él, ofreciendo su vida en el dolor.