Desde hace tres meses miramos al que fue Papa Juan Pablo II como beato. El Papa actual, Benedicto XVI, añadió del pasado 1º de mayo ese título con el que la Iglesia católica reconoce su santidad, a los que ya tenía en vida, conocidos por todos. Uno de ellos fue el de Grande, Magno. No hace falta recordar su vida ni sus actos para aceptar ese calificativo como sumamente adecuado a su persona, a su servicio a Cristo y a su historia.
Cuando en el primer aniversario de su muerte, el 2 de abril de 2006, el Papa Benedicto XVI se preguntaba: “¿Cuál es el legado de este gran Papa…? Su herencia es inmensa, pero el mensaje de su larguísimo pontificado se puede muy bien resumir en las palabras con que quiso inaugurarlo aquí, en la Plaza de San Pedro, el 22 de octubre de 1978: «Abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo»”.
La cercanía de tantas personas a él en sus últimos días, en sus últimas horas, estuvo llena de pena y de cariño. Se iba. Era irremediable. Su alta torre de pregonero de Cristo se abatía. Y sus últimas palabras, en polaco, fueron: «Dejadme que me vaya a la casa del Padre». Es decir, las mismas de la inauguración de su pontificado: «Dejad que se abran las puertas, dejad que Cristo, la Puerta, el Buen Pastor y el Camino hacia el Padre, me tome en sus manos».
Cuando una personalidad que preside una institución decae notablemente por su debilidad física, aparecen siempre agoreros con alma de buitre que esperan, desean, invocan a la muerte para que vengan otros a quien poder seguir mordiendo.
También se dio (lo sabes por los medios de comunicación) con nuestro Beato: “Que pongan a otro!” “¿A qué espera para renunciar?” “¡Vacío de poder!”… Es verdad que hay “gobiernos” que requieren toda la entereza de la vida. Pero hay otros que consisten precisamente en gobernar muriendo, amando. Uno de ellos es el de la paternidad.
Si Juan Pablo II invitó a abrir las puertas de par en par a Cristo, es justo creer que él lo hizo así. Y que cuando Cristo le llegó clavado en la cruz, se apresuró a ofrecerse para ser cirineo suyo, llevar su propia cruz, aceptar morir clavado como Él, con Él. Ese fue el supremo gesto de gobierno, el único cristianamente eficaz, porque el seguimiento hasta el final de Jesús no podía hacerse sin acabar, como Él, ofreciendo su vida en el dolor.
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