Copiamos literalmente de una nota de prensa:
En Grecia se abrirá una cátedra de español.
Dicen de Atenas que el ministro de Instrucción pública ha comunicado que el Gobierno griego ha decidido en principio crear en la Universidad de Atenas o en la de Salónica una cátedra de literatura española.
España, en cambio, creará en diferentes Universidades españolas cátedras de lengua griega e introducirá la enseñanza del griego moderno en las escuelas comerciales.
¿Suena a noticia añeja? Pues, sí: tiene 85 años. Añeja, pero no agotada. Porque debemos suponer que en ese tiempo se han impuesto muchos griegos en nuestro idioma nacional. Y viceversa, muchos españoles hablarán hoy con soltura, si no el griego de los que llamamos clásicos, Agatón de Atenas, Jenófanes, Isócrates, Esquilo, los muchos Apolodoros que hubo, Parménides, Platón, Eurípides, Aristófanes… sí el de andar por la calle hoy para pedir en Atenas un taxi y explicar nuestro destino, elegir de la carta en un restaurante, escuchar en su lengua (¡y ya nuestra!) a un guía nativo las excelencias, por ejemplo, de la Linterna de Lisícrates.
Dicen (¡pero dicen tantas cosas que no hay que creer!) que los españoles estamos en la cola en eso de saber lenguas extranjeras. Que viajamos sin necesidad de saber la lengua del país al que vamos, porque siempre hay un español, residente en él, que nos atiende amablemente o un nativo que sudó lo suyo hasta dominar nuestra lengua. Y añaden que como en España no se pone el sol, en cualquier sitio al que vayamos deben entendernos sin más. ¡Que estudien ellos!
Dicen (¡pero dicen tantas cosas que no hay que creer!) que los españoles no aprendemos lenguas de otros países por una razón muy repetida: por vagancia. Y no lo hablamos por otra razón muy escondida: por nuestro ridículo sentido del ridículo.
No estaría de más que analizásemos personal y familiarmente (en otras dimensiones ya lo hacen sabias instituciones sociológicas y psicológicas) si eso de la vagancia es verdad. Porque si es verdad, debiéramos plantearnos en el ámbito personal y familiar (en otros ámbitos ya intervienen eficazmente – se supone - los vigías oficiales del ser y del saber) si en el bagaje de nuestra educación (la que ofrecemos padres y educadores; la que adoptamos y nos imponemos hijos y los que tratamos de ser más y mejores) figura el esfuerzo. Decimos cándidamente (o estúpidamente): Un niño a los tres años habla ya y sin esfuerzo casi a la perfección el español: ¿y yo voy a estar cinco tratando de aprender malamente el inglés? Se me ha escapado lo de “estúpidamente”, pero es que es estúpido creer que un niño en tres años no ha hecho un esfuerzo formidable para hacer suya la lengua de sus padres.
Ahí está la llave: en querer, en decidir, en ponerse a ello, en sudar.
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