Releyendo los conocidos versos de La nacencia, de Luis Chamizo (1894-1945), con los que cuenta su angustia ante el parto inminente de su mujer a la que lleva en burro: irse a buscar al médico y dejarla sola o quedarse con ella sin saber lo que debe hacer
¡Dirme, dejala sola...
dejala yo a ella sola com'un perro,
en metá de la jesa,
a una legua del pueblo...
eso no!...
¡No tengo juerzas pa dejala sola...
pero yo de qué sirvo si me queo!,
considero de qué modo la incertidumbre teje nuestra vida. Y, desde luego, haya o no haya dudas, es el ejercicio de decidir el que, sin que nos demos cuenta, más asiduamente practicamos. Fuera de que nuestros pulmones respiren y nuestro corazón lance sus latidos, casi todo el resto es fruto de una decisión nuestra, consciente la mayor parte de las veces o inconsciente. Un paso, mil pasos, despacio, aprisa, mirar alrededor, mirar al cielo…
Ese tejido de decisiones, enmarañado como una constelación, es la oficina desde la que se produce nuestro progreso. O regreso. Porque algunas veces las decisiones, precipitadas e inmaduras, rebeldes o sumisas, hijas del genio o del puro gusto, engendran en el fondo de nuestro ánimo una desazón que es, cuando menos, difícil de disipar. Se suman las decepciones y sentimos el fracaso. Comprobamos el acierto y, aunque nos haya costado sudor, disfrutamos la victoria: más por la victoria que de la misma victoria.
Lo que es cardinal en nuestra propia vida debe serlo también en el programa que seguimos al educar a nuestros hijos. El maravilloso instinto animal hace que desde que nacemos busquemos satisfacer nuestras necesidades. Y nuestros gustos. Por eso nuestro sabio papel de forjadores de personalidades debe movernos con tiento para hacer comprender que el puro instinto no puede convertirse en el árbitro de las decisiones. Nuestra casta de seres sociales debe tener en cuenta esa privilegiada situación con sus condiciones para que el choque con la vida no sea un castigo ni para nuestros hijos cuando empiecen a navegar ni para la barca del vecino.
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