No se
sabe por qué el lago Karagöl, “lago negro”, en el monte Yamanlar de Turquía,
llegó a ser el lugar de la tumba de Tántalo. Tal vez porque sus aguas cubren la
boca de un pavoroso volcán que se abre desde las entrañas del Tártaro. Sea como
sea, Tántalo era un sinvergüenza, decían sus amigos. Veamos. Su padre, Zeus, le
invitó a un banquete de dioses en el Olimpo. Y Tántalo volvió al mundo de los
mortales no sólo con ganas de contarles (para presumir de importante o para
comprarles su estima) los secretos de los dioses que habían cotilleado en la
sobremesa, sino que se trajo en los bolsillos un poco de néctar y de ambrosía.
Ofreció a
su hijo Pélope a los dioses en el banquete con que quiso corresponder a su
anterior invitación (Zeus, después, por medio de las Moiras, le dio una nueva
vida), robó el perro de oro que había guardado a Zeus recién nacido y negó el
hecho. Zeus, harto de tanta codicia, lo aplastó con una roca del monte Sípilo y
allí sufre para siempre.
Todos
estos cuentos del pensamiento antiguo pueden servirnos para descubrir en ellos
una crítica a la codicia que alimentan los que creen que, queriendo tener más y
más…, e intentando lograrlo, pueden
llegar a ser felices.
La
Cuaresma que los cristianos guardan es un ejercicio de limpieza del propio
ánimo de la tendencia humana (y de la urraca) a la avaricia o codicia de tener
y de guardar (los chinos llaman a esa inteligente ave - en chino, naturalmente
- urraca feliz), y de ese modo
olvidar que ser vale más que saber y mucho más que tener.
No debemos atender sólo a las
prácticas conocidas de este tiempo especial, sino que debemos responder, en
este tiempo y en todos los tiempos, a la necesidad profunda de ayunos y
abstinencias de todo lo que nos hace más esclavos, más animales, más egoístas.