¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta cubierto de rocío
pasas las noches del invierno escuras?
¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el Ángel me decía:
«Alma, asómate agora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!
¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta cubierto de rocío
pasas las noches del invierno escuras?
¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el Ángel me decía:
«Alma, asómate agora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!
¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!
La Cuaresma es un paréntesis gozoso en la vida de un
cristiano. Para algunos parece evocar recuerdos sombríos o prácticas extrañas
en esta etapa de la historia en la que solo parece caber “lo que me place”.
Pero este tiempo tan especial, casi en la inauguración del año y de la
explosión de la Primavera, hace sentir, a los que intentamos romper las
ataduras de la placentera rutina, la grandeza de la inauguración de la
auténtica libertad que es siempre espléndida.
Lope de Vega, a quien debemos el soneto que abre estas líneas
inspirado en el luminoso libro del Apocalipsis, vivió deseando asomarse a la
ventana para poder contemplar y gozar la llamada del Amor. Confundió Amor con
amores y abrió la puerta, sufriendo la entrada en su larga vida a aventuras más
o menos (más bien menos que más) placenteras, con lo que el amor le preocupó
menos que el placer; sufrió e hizo sufrir sin asentar nunca su vida en una roca
que diese a su hogar la consistencia de una auténtica entrega, de una amistad
definitiva y madura.
Amarse a sí mismo es natural,
es instintivo, es necesario. Pero en nuestro papel de educadores no podemos
perder de vista que lo natural, lo instintivo, lo necesario no puede perdurar
sino en la educación de un amor para el amor, que es renuncia a sí para ser de
otro y para otro. Y mantener esta convicción y esta postura a pesar de que el
amor nos pretenda enseñar que amor con dolor no es amor. Solo en ese amor se
mantiene un fuego sin cenizas.