Birmingham, Leicester, Wolverhampton, West Bromwich, Gloucester, Liverpool, Manchester, Nottingham... han sufrido una triste y dolorosa estampida de elefantes estos días pasados. Los elefantes se guían por su instinto. Elefantes borrachos, sedientos, acosados... se han lanzado, en bastantes ocasiones en que su vida ha sido violentada, a responder con violencia para restablecer el equilibrio perdido.
Pero cuando los elefantes tienen nombre de hombre y, se supone, cerebro humano, sólo hay una explicación para su desconducta de marabunta. En realidad no son elefantes ofendidos, sino hormigas legionarias Ecitoninas, Dorylinas o Leptanillinas dotadas de un cerebro depredador, dispuesto a las razias urbanas, apoyado en la masa y envenenado por su ansia de destrucción y desquite. Y a veces por sus ganas de comer.
Suelen unirse en grupos los que son incapaces de vivir con independencia, de lograr objetivos nobles en la vida con su propio esfuerzo, en la soledad del que se entrega a un trabajo serio, duro, tenaz y constructivo. Suelen ser larvas de seres humanos que se han quejado de todo, que lo han querido todo, que critican todo, que piden poder definir algo en la sociedad y moldearla con un proyecto que son incapaces de precisar, cuando lo que han definido en su vida ha sido precisamente un absoluto vacío de proyecto y la gris vagancia de un perpetuo descontento y de una inacabable espera, que no esperanza, de que algo pueda cambiar las cosas. Son partidarios inconfesados de la dictadura, pero practicantes implacables de ella, porque ellos siempre tienen razón, más aún, sólo ellos tienen la razón.
Es triste comprobar que tienen padres. Y madres. Y la tristeza nace no de comprobar que han nacido por culpa de alguien, hecho inevitable, sino por la culpa de que ese alguien los haya alimentado como a buitres.
Conocí el caso de un muchacho ya talludito que vivía con su abuela porque sus padres se hartaron de él. Y su abuela, esclava de su barbarie, veía y lloraba porque, por ejemplo, no le gustaban los espaguetis que le preparaba y los tiraba entre gritos contra la pared.
David Cameron dice ingenuamente que la causa de lo sucedido se debe a la “falta de educación adecuada”, a la “falta de ética y moral”. Y califica de “repugnante ola de violencia” a lo que no es más que una necesaria consecuencia del desconcierto familiar y social que desde hace ya mucho tiempo se ha instalado en el cómodo modo de vida que nos encanija.