Me
estremece leer el comienzo del capítulo 13 de Juan. “Antes de la fiesta de la
Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a
Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el
Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios
volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y tomando una toalla se la
ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los
discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido”.
La
presencia de Jesús en medio del estruendo de los hombres a lo largo de la historia
es un corto resumen de la ternura de Dios, Dios de todos, que ama. Y por eso la
vida de Jesús es sólo Amor. No traía otro mensaje ni otra palabra. Vino a
compartir el amor humano trayendo el amor de Dios y a sanear el amor del hombre
enseñándonos a amar como debe y puede y no quiere amar el hombre. Porque Él era
Amor, Él era el Amor.
En lo
más hondo de nuestro ser hombre, de nuestra condición animal, está el
egocentrismo. No hace falta demostrarlo. Lo vivimos y constatamos todos. Vi
hace muchos años una película italiana, suma de varios episodios independientes
en su planteamiento pero coincidentes todos con el título de la cinta: Yo, yo, yo… y los otros. El que diga que
no le corresponde la actitud que subraya la película o es un mentiroso o un
pervertido o un imbécil o un santo.
Precisamente
para no sufrir que nos digan que somos “narcisos” consumados, tratamos de
borrar el mensaje de amor y de servicio que nos propone Jesús, y por eso
tratamos de borrarle a Él de nuestra vida, ya que no podemos hacerlo de la
historia. Lo pretendió hacer Judas. Hay leves indicios en el relato del
Evangelio que nos permiten delinear con seguridad (y así lo veían sus
compañeros del grupo de Jesús, tampoco precisamente dechados de altruismo) que
acariciaba con gusto la bolsa común. Es decir, se acariciaba a sí mismo. Que es
lo que hacemos nosotros cuando queremos llevar la voz cantante (algunos somos
solistas empedernidos), tener la razón en todo (hemos trepado hasta el sillón
de la judicatura universal), imponer nuestro criterio (tenemos vocación de
dictadores: sobre todo cuando, con toda la fuerza de nuestra protesta, exigimos democracia), hacer que pese sobre el otro, sobre todos los
otros, nuestro gusto (como niños
irredentos de su niñez que siguen empeñados en pedir helados…).
¿En qué
medida, con qué gesto nos arrodillamos delante de los que amamos, no ya para
aliviar su cansancio y ni siquiera para limpiarles del polvo de su egoísmo,
sino para realizar un acto de auténtico amor?