Conocemos todos ese
código instintivo de justicia que se llama tradicionalmente “del talión”, con
el que decidimos rápidamente que se haga “tal para cual” o, mejor, “tal por
tal”. Solemos resumirlo o aclararlo vulgarmente (pero con el riesgo de que nos
lo apliquen; y en ese caso no nos quedará tan claro si nos quedamos con un solo
ojo) estableciendo: “Ojo por ojo…”.
Ur-Nammu, el conocido
rey de Ur, hacia el año 2050 con su código; o Eshnunna con el suyo un poco
después, 1930; o Lipit-Ishtar, de Isín, en 1870 (con su precepto “Si un esclavo abofetea al hijo de un hombre libre: se le
corta una oreja”) y el archiconocido Hammurabi de Babilonia en 1760
(todos aC) así lo entendieron. (Si el lector no tiene un próximo viaje al
Louvre para estudiar y leer su estela directamente, puede hacerlo con un poco
en la foto de arriba).
Como según los
estudiosos la palabra venganza
encierra en su origen indoeuropeo los conceptos de fuerza y de dedo, el
código del talión, es decir, de la venganza, supone siempre señalar con un dedo
acusador y ejercer la violencia sobre el que ha faltado.
Criticamos con mucha
frecuencia el sistema de castigos que emplea la sociedad con los delincuentes.
Nos parece que el que ha faltado es un pobrecito que merece, no solo compasión,
sino hasta perdón por parte del juez, del ofendido, de la sociedad… Pero no
tenemos en cuenta que los primeros que aplicamos esa vieja ley somos nosotros
cuando nos rozan las fibras de nuestro abrigo. Y no nos contentamos con hacer
nosotros lo mismo, que sería una respuesta talionana.
No. Quedamos mortificados, calificamos de sucio (con palabras más gordas que
esa) al que nos toca, lo excluimos de la lista de los que pueden andar libres
por la calle, formar parte de los ciudadanos normales.
¿De dónde nace esa
actitud? ¿Es innata, instintiva, es la forma de ladrar o de morder al perro que
nos ha ladrado o nos ha enseñado los dientes?
A lo mejor, sí. Pero no somos responsables si
no nos esforzamos por construir una familia, un grupo de personas, una sociedad
que dé el peso justo a la posible ofensa y al obligado desquite. Los padres,
las madres, los educadores tenemos que echar como cimiento de la obligada
convivencia una seria carga de serenidad, sensatez, equilibrio, dominio de sí,
desapasionamiento que permita ayudar al que yerra a que corrija su tiro y
aporte al equipo en el que juega, acierto en su disposición para convivir.