martes, 5 de marzo de 2013

... Que algo queda.



En la fiesta que Medio dió en Babilonia el 31 de Mayo del año 323, Alejandro Magno se sintió mal. Y fue decayendo con fiebres sin remedio hasta su muerte el 10 de Junio. Medio no fue precisamente amigo del pequeño de estatura y gran general macedonio y conquistador de medio mundo que movió tanto en tan poco tiempo.
Medio fue un moscón de corte, más bien, que pasó en la historia de Alejandro y en la Historia de la Humanidad como adulador. Poca cosa. Pero de él se guarda algo tan sabroso como lo siguiente que refería Plutarco en sus consejos para distinguir al adulador del amigo: «que recomendaba atacar y morder sin miedo con calumnias, diciendo que aunque la víctima lograse sanar de la herida, queda en todo caso la cicatriz». Nosotros decimos ahorrándonos palabras, pero no saña: “Calumnia que algo queda”.  
Tal vez alguno tenga, como tengo yo, la impresión de que vivimos en un tiempo y en un lugar en el que todos arrastramos en nuestras carnes alguna cicatriz. O que todavía nos sangra el alma atacada y mordida. Te invito a que prestes atención a cualquier conversación. Entre frase y frase se entrevera un mordisco, una agresión, un ataque, una calumnia, un encantamiento maligno que hiere a su víctima y contagia a quien escucha.
Porque la maledicencia actual es fruto de una moda. Se ha puesto de moda insultar. Bien sabemos que las modas consisten en adoptar un modo que “se lleva”. Y si no “lo llevas” quedas mal. La entereza del que sabe lo que debe llevar y lo lleva se quiebra en los que no saben por qué hay que llevar lo que lleva, pero lo lleva porque lo llevan todos.
Es efecto de cretinismo por consiguiente. Como mi criterio no me llega para juzgar con limpieza de miras y grandeza de ánimo, adopto el modo del que más grita. ¡Y menos mal! 
Porque si la calumnia fuese la excrecencia moral de quien ha ahogado la conciencia o quiere ahogar la existencia del que no coincide con él, estamos ante el que clama por la libertad y la ahoga en el que pretende vivir en ella.

jueves, 28 de febrero de 2013

El que la sigue...



¿Es verdad que el que la sigue la consigue? Sí y no. Sí cuando el valor de lo que se persigue y puede conseguirse, aunque sea difícil, despierta un impulso interior que hace persistir en la búsqueda o en la carrera. No cuando las dificultades son más fuertes que el deseo y que el esfuerzo que se aplica para alcanzar lo que se quiere flaquea. Y es muy flojo el deseo y flaco el esfuerzo de muchos que se quejan de que no les dejan, de que no quieren sudar mucho, de que es mejor que les den ya cazado el oso que les gusta.
Los hermanos Orville y Wilbur Wright se dedicaban a trabajos mecánicos en un taller de reparación de bicicletas cuando concieron los esfuerzos del inglés George Cayley y del alemán Otto Lilienthal por conseguir que volase un aparato más pesado que el aire. Tenían a principios del siglo pasado 29 y 33 años respectivamente, pocos medios  y una preparación casi sólo práctica. Pero tenían también y mantuvieron toda su vida una ilusión y un tesón que los llevaron, como todos saben o deben saber, a construir maquetas, leer todo lo que encontraron sobre el objeto de sus proyectos, construir un “túnel de viento”, preparar una catapulta para el lanzamiento del aparato que construían en secreto, dotar a su primera criatura, el Flyer I, de un sencillo sistema de alabeo antes de lanzarlo al aire, sin más testigos que cinco amigos, el 17 de diciembre de 1903 en Kitty Hawk (Carolina del Norte). Y… ¡sí!... El ingenio se mantuvo en el aire ¡casi un minuto! Lo habían conseguido. Pero porfiaron y porfiaron, con miedo a que les robasen su patente, obtenida el 22 de mayo de 1908, y consiguieron convertirse en los pioneros del vuelo moderno.         
La historia y el mundo están llenos de mujeres y hombres que han derrochado  valentía, dolor, ilusión, responsabilidad, esfuerzo, entrega, perseverancia, sudor, sangre y amor… para alcanzar alguna meta. No han sido todas metas brillantes, llenas de aplausos, admiración y reconocimiento de los espectadores. Pero no era el aplauso ni el asombro lo que buscaban. La mayor parte lo ha hecho en la sombra, deseando cumplir con un deber que daba sentido a su vida.
A nosotros, padres y educadores, nos corresponde moldear, en un amoroso yunque de tenacidad, los caracteres capaces de ennoblecer las vidas de los que aprenden de nosotros.  

viernes, 22 de febrero de 2013

Lesch- Nyhan.



Todos conocemos a personas aquejadas de enfermedades a las que califican de autodestructivas. Las más conocidas – y a veces muy bien y dolorosamente conocidas - son la anorexia y la bulimia. Peo hay otras menos aparentes, pero tal vez más profundas, como la depresión. Aunque algunos expertos en economía hablan también de una enfermedad social, a la que llaman austeridad excesiva, y que puede convertirse en un camino seguro hacia la catástrofe económica. Las referidas en primer lugar tienen su raíz en la mente y en la dificultad de percibir la realidad de un modo correcto. Y sucumben (o se sitúan en el borde del estrago final) sin saber ni querer ni poder decirse ¡basta! 
Hay otra, muy rara (los entendidos dicen que en España hay sólo 45 casos en la actualidad) a la que llaman síndrome de Lesch-Nyhan. El nombre se debe a que los doctores Michael Lesch y William Leo Nyhan describieron en 1964 en un niño de cuatro años la tendencia involuntaria, pero incoercible, a morderse los labios, los dedos, las manos… Dicen los que la tratan que se da en niños varones, desde su nacimiento, y que está relacionada con un exceso de ácido útico en su organismo. Que no tiene cura y que tienen una esperanza de vida a lo más de cuarenta años por las complicaciones que esa irregularidad produce.     
Pensaba yo (e invito a los que leen esto a que piensen en ello por si sirve) si no estamos viviendo una etapa de la vida de nuestra sociedad en la que la tendencia a mordernos mutuamente es también incoercible, pero terriblemente consciente y voluntaria. Miramos a nuestro alrededor y nada nos gusta. Y en vez de torcer la cabeza para llorar libremente o para no mirar, nos cebamos en el que nos disgusta y alimentamos el aire que respiramos de ira, de agresividad, de indignación mal digerida, de pesimismo enconado, de bosta venenosa.    
Si nos detenemos a considerar de qué fuente manan esas actitudes (nuestras o del vecino), advertimos fácilmente que su madre o su padre son el egoísmo, la vagancia, la envidia, los celos, el hartazgo de bien, el placer de matar.
Ningún animal mata porque sí. A no ser que sea, como dicen, racional. Porque es en los animales racionales donde se vive esa sinrazón de que la dificultad, la penuria, la locura de buscar la solución del mal lleve a destruir al que nos parece que lo causa.    

domingo, 17 de febrero de 2013

Anelosimus.



Anelosimus es un género de araña identificado como tal por Eugène Simon desde 1891 en Venezuela. Llaman la atención estas arañas por su capacidad social. Viven en zonas tropicales. Algunas especies que viven por encima de ese cinturón parecen solitarias. La mayor parte, en cambio (las analyticus, andasibe, arizona, baeza, biglebowski, chickeringi, chonganicus, crassipes, decaryi, dialeucon, domingo, dubiosus, dubius, tipo, elegans,  ethicus, exiguus, eximius, fraternus, guacamayos, inhandava,  iwawakiensis, jabaquara, jucundus, kohi, linda, lorenzo, puede, misiones, pantanal, puravida, tungurahua, vondrona… ¡qué nombres!), que pululan en el aire de México, Perú, Brasil, China, Japón, Islas Ryukyu, Panamá, Ecuador, Argentina, Corea, Japón, Malasia, Madagascar, Kenia, Costa Rica, Jamaica, Brasil… forman una red (¡auténtica tela de araña!) que mide muchos metros y que sostiene a miles de estos animalitos en el aire. Sin duda las habéis visto en algún documental de ciencias. 
Pero a nosotros pueden interesarnos para nuestra reflexión, además del recuerdo de estos animales, estas dos referencias. Simon (1848-1924), nacido en París, dedicó su vida al estudio de los arácnidos y los crustáceos. A los dieciséis años escribió el primero de sus 328 estudios, Historia natural de los arácnidos. Y legó al Museo de Historia Natural de París la clasificación de 26.000 arácnidos. Había viajado apasionadamente por todo el mundo. No fue precisamente un vago.
Y esa es la primera reflexión de estímulo para nuestros vagos y “mareantes”, los muchos jóvenes que marean a sus padres estudiando, si acaso, para aprobar, quejosos de la exigencia de sus desesperados maestros, soñando con un viernes por la tarde que no acabe nunca.
Y la segunda es la que nos ofrecen los muchos anelosymus que se alían para compartir la vida, que se unen para construir una misma casa, que se sostienen porque para ellos “el grupo” (tan grande a veces) no es un puro refugio para mecerse y descansar, sino la realización conjunta de un proyecto de existencia.

martes, 12 de febrero de 2013

¡Pues no señor!



Acabo de escuchar en una emisora parte de la declaración de un personaje de nuestra historia actual: “Afirmó «... no sólo… sino también…»”. Para la reflexión que me permito hacer, basta eso. Porque el que comentaba en el mismo medio la declaración referida la reproducía así: «... no…  sino…». Lo cual es muy distinto. Veamos.
Si oigo a mi médico decirme: «No basta con que cuide su alimentación, sino que es preciso que haga ejercicio» entiendo que debo comer menos y andar más. No lo uno sin lo otro.
Tengo un amigo que cuando oye decir, por ejemplo: «La letra A suele ser la primera de todos los alfabetos», lo traduce así en sus comunicaciones e interpretaciones: «Hay quien se atreve a estas alturas a condenar a la Z a que sea siempre la última».
Lo más importante no es, por desgracia en muchos casos de la llamada comunicación social, lo que se dice, sino la descripción del personaje al que se envuelve en la baba de la propia animadversión, para defender, aunque sea indefendible, la propia doctrina, para eliminar de la tribuna pública al que no hable como yo.  Es decir: «Mi ideología cosiste en no permitir que ese señor hable, que diga lo que dice. Y si dice lo que dice y lo que dice lleva toda la razón, yo se la quito porque mutilo su discurso y lo convierto en un cuerpo de delito que manipulo como un arma».
Se puede decir de otro modo: «Para defender lo que defiendo recurro a la mentira». Y a lo mejor el comunicador al que me estoy refiriendo ataca a la víctima de su mentira motejándolo de ignorante, fascista, deleznable… sin darse cuenta de que está ejerciendo de dictador y de que, al no poder cortarle la cabeza materialmente, le condena al ostracismo de los foros de opinión.
Es notable nuestra indomable tendencia a responder con un rotundo «¡Pues no, señor!» a lo que no nos gusta o no coincide con lo que nosotros pensamos o va en contra de nuestros intereses.
Pues ese lenguaje, que es una postura vital y casi constante, se da con mucha frecuencia en la educación de nuestros hijos. No los acompañamos en la subida a la cima de un criterio ecuánime y justo. Nuestras intervenciones suelen ser tajantes y definitivas. Y enseñamos con ello a ser punzantes y autoritarios. No enseñamos a conversar, sino a discutir; no a escuchar (para aprovechar con equilibrio lo bueno y razonable que hay en la palabra de nuestro interlocutor), sino a preparar nuestra respuesta que empieza muchas veces con un torpe y contundente «¡Pues no, señor!».