sábado, 12 de marzo de 2011

Nuestras huellas.


Si viene esta noche ante nosotros Francis Galton  (1822-1911) no es porque fuese primo del conocidísimo Charles Darwin, que lo era;  ni porque aportase un toque de acierto al intento fallido del francés Alphonse Bertillon en su método de identificación de personas y hace casi ciento veinte años ofreciese en su libro Huellas dactilares el método todavía en uso para lograrlo, que lo aportó. No.
Entra en el arranque de estas líneas porque, como  buen conocedor del ser humano, y entre sus muchas experiencias e investigaciones, de errores graves y aciertos plausibles, insistía en que la convivencia humana debe condimentarse con una amable acogida y una sonrisa constante. Quiso demostrárselo a sí mismo para demostrárnoslo a nosotros. Y él, que paseaba apoyado en un precioso bastón por las calles de Birmingham, saludando y sonriendo a todos, hizo esta prueba un día: bajó a la calle adoptando un semblante sombrío, distante, casi hostil, como minado por un agudo dolor de estómago… Y contaba... que la gente que le conocía evitaba cruzar la palabra con él, la desconocida procuraba dejarle paso libre y distante. Y contaba… que hasta un caballo que observó su cara le dio una coz.
¿Cómo condimentamos nosotros la vida? ¿No creéis que la niña que habla a gritos es hija de una madre que adoba la vida familiar con gritos y voces? ¿Que el insulto que suelta un adolescente por un quítame allá esas pajas a un amigo es un brote espontáneo de los que ha escuchado en su casa desde que tuvo uso de razón o antes? ¿Que la debilidad diarreica con que ensucia las calles que patea es efecto de la misma enfermedad de su abuelo o de su padre?  
La sociedad, la pandilla, la calle, la escuela… no curan de eso. Al contrario: ofrecen muchas veces (o siempre) y gratis sobredosis de lo mismo.
La familia que da bien de comer a sus hijos, que ofrece alimentos sanos, no  caducados ni contaminados, que pone amor en la exigencia y ternura en la corrección, que ofrece aperitivos de los valores esenciales en la vida, que da ejemplo de un apetito correcto y oportuno, de selección de lo que come, de digestiones maduras y de fuerza para no ceder ante la sugestión de cualquier engaño de apariencia, logra de los hijos que crezcan sanos, equilibrados, solidarios, con un respeto digno ante los demás  y las instituciones y el deseo de aportar lo mejor de sí mismos.

jueves, 10 de marzo de 2011

¿Desmenuzarse?


El suelo se resquebraja. La piedra se desmigaja entre los dedos. Se producen socavones amenazadores. Las calles están desiertas. Aunque en verano Lésina Marina, en la provincia italiana de Foggia, se llena con miles de turistas cercanos: “¡En la playa no hay peligro! Y en septiembre nos vamos”.
Es un fenómeno alarmante, pero natural, dicen los expertos. Su sino último, tarde o pronto, es la disolución. ¿Pero cómo es posible? Lo atribuyen a la densa red natural de aguas que van reblandeciendo todo por capilaridad. O por lo que sea. La tierra se empapa de agua y se convierte en polvo. El canal de Gargano podría ser el causante. Y se plantean trasladar a la población con sus casas lejos de esa trampa mortal.
¿No lo han observado ustedes a su alrededor, en sí mismos, en las instituciones que parecen fundadas para sostener y que no se sostienen ellas mismas? ¿Han observados ustedes a sus hijos, si los tienen, o a las muchachas y muchachos de la edad que tendrían sus hijos si los tuvieran?
“¡Exageras!” No parece. Nos gustaría que todo esto fuese una exageración: pero no es así. No es posible que se inventen aparatos tan sabios que lleguen a la resonancia magnética de la personalidad. Pero si así fuese, la alarma de una pandemia de inconsistencia de nuestro sistema óseo espiritual sería terrible.  
La educación de los niños hoy es la de la complacencia: “¡Que no sufran!”. Más todavía: “¡Que se diviertan!”. Muchas madres recurren a los médicos pidiendo sólo para sus hijos algo para que no les duela lo que les duele. No les importa estar maleducándolos dándoles de comer lo que les gusta. O atiborrarlos con veneno en forma de dulzainas. ¡Cómo penan los padres que ven a sus hijos ahogados por la droga! Y fueron ellos, los padres, los que los indujeron a morir así dejándolos empezar ¡por la complacencia!  
¡El gusto! Es el criterio más alto de nuestra vida actual. Basta analizar los programas políticos de todos los partidos, de todas las tendencias. En lo más alto de sus proyectos está la meta: “Estado de bienestar”.
El esfuerzo, la superación, el trabajo, la exigencia, la constancia, la renuncia, la generosidad, el altruismo, la solidaridad, la responsabilidad, el deber, la entrega, la nobleza, la apertura, el sentido del “otro”, la dignidad, el honor… “¿Dónde va usted? ¡No sea rancio! Esas son cosas de cuando no teníamos qué comer. ¡Ya está bien de sufrir! ¿No se ha enterado usted de que la democracia nos ha traído un modo distinto de vivir? ¡Déjenos de antiguallas y respete nuestro modo de ser y de ver las cosas!”.     
¡Pues no tenemos que dejar! El polvo de nuestra roca no puede convertirse en la médula de nuestras vidas.

martes, 8 de marzo de 2011

Ceniza: ¿algo en tu vida para cambiar?


Los Yanomami (o Yanomamos), una etnia del profundo Orinoco, se beben las cenizas de sus muertos: se las comen mezclándolas con la pasta del “pijiguao”, fruta de la palmera chonta. O chontaduro, pupuña, pijuayo, pixbae, cachipay, pejibaye, tembe... que de todas esas formas se llama esa palmera de tierras americanas. Creen que en los huesos está la vida de la persona fallecida y que al comer sus cenizas la hacen volver a la comunidad de la que, de ese modo, no se apartan.
Pasada la tormenta del carnaval, nosotros vertemos sobre nuestras cabezas (un ligero toque para no estropear nuestra figura) unas cenizas que nos marcan como conversos. Confesamos con ese gesto querer llevar a lo más profundo de nuestra convicción la lección del “ayer”, de lo que parece que ya no es, pero que puede convertirse en fuerza de nuestra vida. Como los Yanomamos.
¿Y qué más? Pues, por ejemplo, podríamos preguntarnos si de verdad somos conversos. Si de verdad nos hemos reorientado en el camino. Si no es mentira o no es verdad que nuestra vida ha cambiado. ¿Tenía que cambiar?
Escribía Horacio, Quinto Horacio Flaco: Carpe diem quam minimum credula postero. Que en una traducción ramplona de sentido podría decir: Diviértete hoy porque a lo mejor mañana no puedes. Y llega el “mañana” y como ya es “hoy”, nos toca el mismo ejercicio: divertirnos mientras podemos, que mañana… Hoy es martes de carnaval y mañana, el entierro de la sardina. 
Tal vez Horacio quería decirnos otra cosa: Invierte el tesoro que tienes con este “hoy” en los mejores negocios que puedas. No te fíes de que llegará un “mañana” en el que puedes caer de nuevo en la ilusión de poderlo dejar para más adelante.

lunes, 7 de marzo de 2011

El libro Vojnicz.


Existe un libro manuscrito de 230 páginas (pero le faltan bastantes) de autor desconocido, que no se sabe cuándo se escribió (se cree que a principios del siglo XV) ni dónde ni qué dice.
Parece que fue propiedad de Rodolfo II de Bohemia, nieto de nuestro rey Carlos I. Y pasó por varias manos hasta que en 1912 un inquieto buscador de libros raros, el  lituano Michal Wojnicz (y cuando se nacionalizó norteamericano Wilfrid Michael Voynich) lo compró al Colegio Romano (ahora Universidad Pontificia Gregoriana). Desde 1969 figura entre los libros insignes (MS 408) de la Universidad de Yale. Se llama el libro Voynich.
Y no se sabe lo que dice porque, a pesar de que muchos sagaces intérpretes de textos cifrados se han quemado las cejas (se suele decir, pero eso era antes: ahora no se usan velas para alumbrarse) intentando averiguarlo, ninguno llegó a ninguna conclusión. Ni se sabe en qué lengua está escrito (si es que está escrito en alguna lengua), ni qué significan sus palabras (si es que son palabras lo que se ve), ni cuál es el equivalente de sus letras (si son letras los signos que figuran en él).
Por si alguno de los que leen estas líneas tuviese poder mágico para descifrarlo, damos una mínima muestra de su escritura.
Hay muchos libros que no dicen nada, aunque tengan muchas palabras. Pero sirven, cuando menos, para hacer ejercicio de lectura. Y a propósito del libro Voynich a todos se nos puede ocurrir lo siguiente: si, metaforeando mi vida, yo fuese un libro, ¿qué les diría a los que me “leyesen”? Puede ser que algunos de los que conviven conmigo me calificasen como una broma pesada. Otros, como con ganas de llamar la atención. Algunos como una pérdida de tiempo. Otros, como un ser raro incapaz de ofrecer comunicación, de ofrecer amistad, de abrirse como un hogar a la presencia de los imposibles amigos. Sería triste y debe dejar de serlo.
Tengo que descubrir (y puedo), antes de que me clasifiquen en el frío anaquel de los ya idos como un MS (manuscrito…),  lo más hondo del sentido de mi vida: el valor que debo acrecentar, el color que toman mis actos y mis gestos, mi sonrisa y mi saludo, el servicio que me ennoblece, la entrega que me hace fecundo, el amor que me convierte en creador.

sábado, 5 de marzo de 2011

Cotilleos.


El DRAE (no nos quedemos atrás en el manejo de siglas) o, lo que es lo mismo, pero dando la cara, el Diccionario de la Real Academia Española, dice que cotilla es la persona amiga de chismes y cuentos. ¿Conocemos a alguna? Cota, cota de malla, por ejemplo, era la defensa del torso del que entraba en la batalla que se resolvía con lanzadas o a espadazos. Cotilleo es la guerrilla menuda de la vida de quien no tiene mucho importante que hacer, de los que son, porque la usan, cotilla.
No sé si nos ha preocupado mucho descubrir qué tanto por ciento ocupa la alta reflexión política de algunos de nuestros mandantes. Y, como contraste, el cotilleo, el chismorreo con que roen la paciencia de los mandados, mientras éstos esperan la solución de los problemas que se les ha confiado resolver, que es la función de su servicio.   
Es bueno repasar algunos programas de televisión, escenario y pesebre de muchos cotillas, para hacerse cargo de ese fenómeno, fruto de la exquisita cultura de nuestros maestros (porque sólo un maestro tienes agallas para asomarse a esa tribuna del saber y sentir que es la pantalla). Y junto a estos escenarios, las planas de algunos de nuestros diarios o publicaciones semanales. Nuestras conciencias, nuestras mentes ¡y nuestras voluntades! se alimentan con ese producto de la digestión de los prohombres de nuestra sociedad. 
Pero donde se fragua todo, donde mana el agua que riega nuestras vidas, ya desde muy niños,  donde el cotilleo es más pernicioso, es en la familia. ¿Con qué fuerza sienten los padres el deber de construir la empresa que han acometido, de autoeducarse para poder, saber y querer educar?  
¿De qué se habla en casa? ¿Qué se vierte en la conversación familiar? Y antes: ¿qué deseos arden en nuestros corazones? ¿qué luz ilumina nuestros pensamientos? ¿qué sentimientos mueven nuestras pasiones? Porque todos sabemos o deberíamos saber que el joven de hoy no es así porque lo haya hecho así la sociedad, sino porque le hemos dado de comer así. 

jueves, 3 de marzo de 2011

¿Es Dios el culpable?

De vez en cuando, determinados modos de razonar o de expresarse nos resultan nocivos, negativos, porque no nos ayudan a afrontar la realidad con una perspectiva iluminada por la verdad.
Se trata, frecuentemente, de dichos, de manifestaciones que se van haciendo “universales” y las asumimos sin someterlas a la criba de la reflexión.
Es casi seguro que todos hemos escuchado en alguna ocasión refiriéndose a alguien que sufre: “Dios te quiere mucho; por eso te hace sufrir”..., o frase parecida. ¡Es una aberración!
Verdaderamente, a todo el que sufre Dios lo ama, como Padre que es: le ama porque sufre. Pero alguien debió ser el primero que retorció el argumento..., y parece que tuvo éxito.
Aquí queda incluido todo el problema del mal, de la injusticia, de la enfermedad, de la muerte... La misma cuestión de la existencia de Dios.
La pensadora francesa de origen judío Simone Weil falleció el año 1943 sin recibir el Bautismo, aunque parecía estar buscando la fe en Jesús ayudada por un sacerdote dominico. Alguien ha dicho de ella que “es la mayor pensadora del amor y la desgracia” del siglo XX.
Me sorprendió, leyendo una obra suya, comprobar cómo, sin ser creyente en el Dios de Jesús, pero probablemente iluminada ya por su Espíritu, penetra, comprende y nos aclara el sentido del dolor.
Cualquier padre o madre, amando profundamente a su hijo, se da cuenta de que llega un momento en que es necesario dejar que sea autónomo; a pesar de los riesgos...
Como parte de la creación, los seres humanos no somos ajenos a toda clase de limitación... Dios respeta nuestra autonomía, nuestra libertad... Sufre por la injusticia...; y ama a cualquier hijo que padece.
Si es difícil entender y aceptar que Dios-Amor-Omnipotente no libre a la humanidad de tanto dolor de cuerpo y alma cada día, al menos tenemos que reconocer que nuestras penas no le son extrañas: Él, en Jesús, se hizo Hombre y participó de todas ellas. Conoció el hambre, la sed, el cansancio, la desilusión, la traición, la soledad, la agonía y la muerte más humillante y dolorosa.
Dice Simone Weil, como filósofa y no bautizada todavía: “La extrema grandeza del cristianismo procede del hecho de que no busca un remedio sobrenatural contra el sufrimiento, sino un uso sobrenatural del sufrimiento”.
La Muerte y Resurrección de Jesús han cambiado el significado del dolor humano, haciéndolo valioso en unión con el suyo: podemos completar su Pasión redentora, como miembros suyos, y participar luego de su triunfo.

martes, 1 de marzo de 2011

Ni una mosca...


Los emperadores romanos tuvieron casi todos muy mala prensa. Porque como gobernaban por rachas, es decir, familia tras familia, de las que la anterior había caído por obra, a veces violenta, de la siguiente, los historiadores de esta siguiente no eran muy indulgentes con la anterior. ¡Claro, estaban subvencionados! Es cosa vieja, pero no exclusiva de aquella vejez.
Un ejemplo: Cayo Suetonio Tranquilo, historiador de Roma durante los reinados de Trajano y Adriano, escribió la vida de los doce emperadores que van desde Julio César (que no lo fue, pero entra con pleno derecho en la lista) hasta Domiciano. Tito Flavio Domiciano fue emperador desde el año 81 al 96 y había sucedido a su hermano Tito que, a su vez, había sido sucesor del padre de ambos, Vespasiano (un repaso a la historia nos ayuda a airear los libros de nuestra juventud).
Pues de Domiciano cuenta Suetonio, sin mucha misericordia, lo que sigue: En los primeros tiempos de su reinado se encerraba todos los días a solas y se pasaba un buen tiempo cazando moscas atravesándolas con un punzón muy agudo. A uno que preguntó una vez “¿Hay alguien con él?”, Vibio Crispo no quiso darle una respuesta absurda y le dijo. “Ni una mosca” (en Latín suena mejor: Ne musca quidem). 
No está mal que nos apliquemos el dicho. No exactamente porque nos pasemos la vida papando moscas. Que no. Sino por si al repasar nuestras horas nos damos cuenta de que las llenamos de aire. Se nos ha confiado una honrosa tarea: ser emperadores. Pero no como aquellos o, al menos, no como algunos. Somos Emperadores de nuestras vidas. Imperar es poner orden en algo. Y nosotros tenemos un gran algo que ordenar.
No está mal que critiquemos a los gobernantes, ”emperadores de la cosa pública”, si les hemos cedido durante un poco de tiempo el papel de ordenarla. Son servidores de los ciudadanos y tienen esa obligación que cumplir. Y nosotros la de vigilarlos y corregirlos. ¡Y qué bien lo hacemos!     
Pero tenemos muy cerca de nosotros un “imperio” (nuestra persona, nuestra familia, por ejemplo) que no podemos dejar de construir, segundo a segundo… si no queremos que el vigía Vibio Crispo nos tache de perseguidores de quimeras, con punzón o sin punzón. O de moscas.