Parece
que las rosas azules, que hasta ahora presumen de ser el símbolo del “No hay
nada más bonito que yo”, son producto de la industria con colorantes
artificiales. O pueden ser fruto de la ingeniería genética inyectando enzimas
que producen pigmentos azulados en los pétalos de la rosa blanca.
Yihua Chen, de la
Academia China de Ciencias, y Yan Zhang de la Universidad de Tianjin han
escogido enzimas de bacterias que pueden convertir la L- glutamina, componente
común de los pétalos de la rosa, en Indigoidina, pigmento azul. ¡A lo mejor,
con ello, ya tenemos rosas azules!
Dejamos las rosas, tan
nobles, tan abundantes, tan sugeridoras, tan misteriosas, sean blancas o rosas
o rojas o azules, para preguntarnos por el éxito o fracaso de nuestro empeño al
cultivar a nuestros niños, adolescentes y jóvenes. El celo de Yihua Chen y Yan
Zhang pueden servirnos de orientación. ¿Nos cansamos de educar a los que nos
debemos? ¿Nos cansamos de estar cerca de ellos? ¿Nos cansamos de sentirnos
(porque no estamos convencidos, de que somos, en lo positivo y en lo negativo) ejemplo
y hasta modelo de su vida? ¿Pensamos que la cercanía o la distancia, que
mantenemos en lo físico y lo afectivo con ellos, es una realidad decisiva en el
resultado de nuestro empeño?
“¡Este hijo me ha
salido…!” no puede ser la confesión de una convicción que nos preocupa y nos
entristece o nos halaga y nos llena de la satisfacción de haber contribuido a
dar el color más valioso a su vida y su conducta.
“!Ojalá se muriese!”
oí a un padre de su hijo. Se me ocurrió pensar: “!Ya lo mataste tú cuando
olvidaste que te necesitaba precisamente cuando empezó a decirte (o a demostrarlo sin decirlo) que
no te necesitaba.