Los muchos años y ese mal que llega cuando quiere, pero
que llega para quedarse y hacer de nosotros su compañero de viaje, le obligó a
hospitalizarse.
Sonrió siempre. Y cuando la enfermera – ahora esta, luego
otra… - le prestaba la atención que pudiera necesitar o hacerle la despedida
menos dolorosa, sonreía abiertamente al decir “¡Gracias!”.
Alguien que le acompañaba un día de la larga espera le
comentó: “Usted dice a todo ¡Gracias!”. Y él, grande de corazón, noble de mente
y generoso en la entrega como había sido toda su vida, respondió: “Agradecer es
merecer”.
Precioso y sabio lema. El que agradece lo que se le da y
juzga que no merece haberlo recibido, merece que se le acaricie con un nuevo
gesto de atención.
¿No te has dado cuenta de que la sociedad en que vivimos,
que formamos, que nos engulle con sus normas, con sus criterios, con sus
latiguillos, con sus formas de relación… recurre con demasiada frecuencia a la
exigencia?: “¡No hay derecho!”, “¡Que nos den…!”, “¡Ya está bien”... y letanías
más largas y opacas.
El cultivo del “deber” ha quedado en muchas mentes
ahogado por el del “derecho”. Por ello el cultivo del agradecimiento se ha
reducido a pocas bocas. Es un mal común, dolorosamente frecuente, infantilmente
esgrimido para recibir y raramente acompañado por el gesto de dar y casi
avergonzadamente consentido cuando se escapa un ¡gracias!
Todos tenemos derecho a todo. Pero todos queremos que el
todo que pedimos sea gratuito y creemos que todo es gratuito, que se nos debe
todo.
Hay dos escuelas donde se asimila ese falso principio de
correspondencia: la familia y la calle. Si alguno que lea estas líneas vive en
familia y escucha el rumor de la calle, sabe que el “público municipal y
espeso” de Rubén Darío difícilmente se nutre del sentimiento placentero de
tener que agradecer, porque exigir es de cicateros, agradecer, de grandes y
merecer, de nobles.