Cayo Apuleyo Ninfidiano
y su hermana Ninfidiana dedicaron a la Fortuna Primigenia, en Palestrina, una
estatua en recuerdo y honor de su padre, Cayo Apuleyo Diocles, que murió en
aquella ciudad “a los 42 años, siete meses y veintitrés días” en 146. En la
base del monumento pusieron sus hijos la lápida que bien puedes leer arriba,
pero que transcribo por si acaso no.
C.
APPVLEIO DIOCLI
AGITATORI PRIMO FACT
RVSSAT NATIONE HISPANO
FORTVNAE PRIMIGENIAE
DD.C. APPVLEIVS NYMPHIDIANVS
ET NYMPHYDIA FILII
AGITATORI PRIMO FACT
RVSSAT NATIONE HISPANO
FORTVNAE PRIMIGENIAE
DD.C. APPVLEIVS NYMPHIDIANVS
ET NYMPHYDIA FILII
Cayo Apuleyo Diocles
había nacido en Mérida Augusta (lo dice brevemente la tercera línea). Y había
sido conductor – agitator - de
cuadrigas en el equipo rojo (se lee en las líneas segunda y tercera).
Desde que Nerón, casi
un siglo antes, había traído de uno de sus viajes a Grecia el espíritu
deportivo, los juegos y un poco más tarde sus sucesores el pan gratis, habían
empezado a corromper a una ciudadanía, la de la capital del Imperio, que estaba
más por divertirse que por trabajar. Los circos (“máximo”, al pie del Palatino,
y el de Calígula y Nerón, al pie de la colina Vaticana) eran lugares de
encuentro, de apuestas, de comida, de luchas y de pasarlo bien durante horas y
horas y hasta días y días.
Algún experto ha sumado
los premios que nuestro paisano Cayo Apuleyo desde que empezó a correr a los 18
años, hasta su retirada profesional, pudo ganar en su carrera de carros: hasta 35.863.120 de sextercios, que hoy serían – aventura un cálculo posible -
13.600 millones de euros.
En el circo de Nerón
apareció, entre otras dedicadas a héroes del mismo deporte, una lápida en la
que se contaban detalladamente sus proezas: 4.257 carreras (alguna hasta con
siete caballos unidos en un mismo tiro) y 1.462 victorias; dando, además, el
nombre glorioso de los caballos. Y sus ganancias.
Nos
vale para meditar. La grandeza debe nacer de la entrega constante. El honrado
no es el que lo es en un acto concreto, siendo artero en los demás, sino el que
ofrece en una bandera llena de sudor tal vez, pero limpia de marrullería, el
fruto de su trabajo. Y tenaz no es el que pone toda su fuerza en conseguir un
premio halagüeño, sino el que pone en su vida, día a día, acto a acto, gesto a
gesto, la constancia del esfuerzo sin mengua hasta que la cuerda aguanta.
Nuestro
arte de educadores y padres consiste en alentar sin desfallecer, con la belleza
de la trasparencia, el entrenamiento de nuestros artistas de la vida en ciernes.