Sin duda conoces la anécdota. Joâo Pereira de Souza, jubilado
como pescador y albañil, de 71 años, vive en una isla cercana a la costa de Rio
de Janeiro, Brasil. En 2011 encontró una mañana en la playa un pingüino
cubierto de petróleo y con grandes dificultades para moverse y, probablemente,
vivir. Se lo llevó a su casa y le dedicó casi diez días para dejarlo limpio y
fuerte de modo que pudiese vivir en libertad. Se despidió de Dindim (le había
regalado también ese delicioso nombre) sin suponer lo que sucedió algunos meses
más tarde: que Dindim volvió. Y desde entonces, cada año ese cariñoso Spheniscus magellanicus (¡con lo bonito
que es Dindim!) después de recorrer unos dicen que cinco mil, otros que hasta
ocho mil kilómetros, regresa para pasar unos días con su amigo.
Me resulta muy difícil definir eso tan misterioso que
llamamos sentimiento. Tiendo a creer que brota de un juicio racional que el
hombre elabora a partir de experiencias, de relaciones, de sensaciones. Y quedo
alelado cuando conozco la “conducta” de perros que demuestran que sienten, que
recuerdan, que agradecen, que necesitan pagar con su “afecto”; que lloran la
ausencia del que “aman” (¡porque aman!) y se agitan como fuera de sí cuando
vuelven a encontrarlo. También los pingüinos, como los perros, tienen “alma” y
me doy cuenta de que todo ser vivo (no sé si los gatos también) se modela
interiormente con una actitud de dependencia amorosa que los guía. Hemos visto
el modo de comportarse con ternura (¡pobrecitos, con la ternura de que son
capaces!) los elefantes huérfanos cuidados y mimados por sus tutores.
¿Y el hombre? Me temo que el hombre es mucho más inteligente
(¡menos mal!) y por eso es capaz de fabricar sentimientos voluntarios y tal vez
conscientes de cálculos, rechazos, exigencias, despechos, resentimientos,
venganzas y hasta violencia.
¿Cómo es posible? No han recibido amor. Es triste oír a algún padre que dice de su hijo: “Me ha salido…”. Los hijos no “salen”. Son, decía el del verde gabán del Quijote, pedazos de la entraña de sus padres. Pero cuando el padre no sabe amar, amar siempre, amar en todo, amar sobre todo, amar cuando exige, cuando corrige, cuando propone, cuando endereza, cuando se muestra “decepcionado”… el hijo se tuerce. Porque se ha retorcido interiormente al convencerse de que su padre no le quiere.
¿Cómo es posible? No han recibido amor. Es triste oír a algún padre que dice de su hijo: “Me ha salido…”. Los hijos no “salen”. Son, decía el del verde gabán del Quijote, pedazos de la entraña de sus padres. Pero cuando el padre no sabe amar, amar siempre, amar en todo, amar sobre todo, amar cuando exige, cuando corrige, cuando propone, cuando endereza, cuando se muestra “decepcionado”… el hijo se tuerce. Porque se ha retorcido interiormente al convencerse de que su padre no le quiere.
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