Don Bosco visitó Roma 20
veces. Los viajes no eran nada fáciles, ni cómodos: tren, barco (al menos
alguna vez, de Génova a Civittavecchia), diligencias, pasaporte (¡y testamento
antes de uno de ellos!), pesadas posadas, cantinas, mareos…
El último fue en mayo de
1887. Se trataba de asistir a la consagración, en el llamado Castro Pretorio,
de la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús. Había supuesto para él un esfuerzo
ingente aquel precioso monumento de fe y de amor que el Papa León XIII le había
encargado: pedir dinero, aguantar trampas, llorar de emoción en el acto y en la
misa que celebró al terminar la ceremonia contemplando su vida y sus obras. Le
quedaban ocho meses de vida.
El día 8, domingo, se le
hizo un recibimiento de honor al que acudieron autoridades y personalidades de
la Iglesia y de la política, italianos y extranjeros. Muchos intervinieron con
discursos breves y sentidos, cada uno en su propia lengua. Alguno le preguntó
después: “¿Cuál es la lengua que más le agrada?”. Y él, sonriendo, respondió:
“La lengua que más me gusta es la que me enseñó mi madre, porque me costó poco esfuerzo
para expresar mis ideas y además no la olvido tan fácilmente como las demás
lenguas”.
Es un recuerdo que nos debe hacer pensar en
la fértil siembra que una madre hace siempre en el corazón de sus hijos. Es
verdad que hay casos, pocos seguramente, en los que esa siembra no es como
debiera ser y resulta árida, escasa, torcida, con amargura, con dolor y
resentimiento. Pero la sensibilidad de un corazón materno, la sabiduría de una
responsabilidad vivida, la ternura en acompañar en su crecimiento el tesoro de
las vidas de los hijos, su atenta mirada al verlos entrar en la corriente del
fenómeno social (escuela, amigos, asociaciones, equipos, afectos…) lleva
consigo el dulce y permanente sonido de quien más los quiere. ¡Ojalá sea de
modo que no lo olviden tan fácilmente!