Sin duda habéis visto
la misma escena que yo. Kanpur es una de las ciudades más pobladas de Uttar Pradesh,
Provincia del Norte, en la India. Tan
al norte que linda con Nepal. Tiene
casi tres millones de habitantes y está situada junto al río Ganga (nosotros
decimos Ganges probablemente para que no resulte tan barato). Pues en la estación de Kanpur, llena de gente
que espera la llegada de los trenes, hace unos días un ágil mono se sube a un
poste que sostiene cables con corriente eléctrica y cae fulminado. ¿Muerto? Eso
parece. Allí mismo se ven otros dos
monos de la misma raza. Uno de ellos mira, si es que mira, al mono inmóvil con
cierta indiferencia. En cambio el otro, con una decisión asombrosa y unos
movimientos nada suaves, recoge al desfallecido, con la boca estimula una y
otra vez enérgicamente y, según parece, sin resultado, el cuello, lo zarandea
como a un pelele y le deja caer en el agua que hay en la zona entre andenes. Lo
saca, lo golpea, lo vuelve a tirar al agua hasta que el pobre pingajo desmayado
empieza a ser de nuevo un amigo con movimiento y vida. ¿Cuánto tiempo? Tal vez
veinte minutos.
¿Qué reflexión ha despertado en mí este episodio entre
animales, en la cercanía del cumpleaños de Jesús, es decir, de la celebración
de su nacimiento? Todo en la Vida de nuestro divino Salvador es, por una parte,
estima y aliento de la vida y, por otra, ejemplo de servicio, de que nos
interesen los demás, de que ver a un hermano en necesidad debe hacer que salten
en nuestros pensamientos, en nuestras decisiones, en nuestros actos ese coraje
que nos hace ser de verdad humanos, hermanos.
Cuando la Navidad se nos reduce a pasarlo bien, a desear y
tratar de pergeñar con otros y para otros, una felicidad que se disuelve en
nada, hemos perdido el hermoso oficio del creyente en el Amor que se hace
inmenso cuando el Otro se convierte en yo mismo.
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