Juan Cervera Sanchís, de Lora
del Río, que sueña a Sevilla con los
ojos abiertos en su México acogedor, decía de sí hace poco más de un año, que es
el último poeta,
que rima flor con amor,
que rima vuelo con cielo,
y cuna con luna rima
y poesía con fantasía.
Me repito a mí mismo muchas veces (y me hace bien hacerlo) otros versos
que escribió hace medio siglo:
Ando sembrando
amor
por los caminos.
Por donde paso
o sueño
que he pasado,
o he de pasar,
o acaso nunca pase,
ando sembrando
amor
mientras
me muero
Y me hace bien repetírmelos
porque es un proyecto (sin vista atrás, breve, resuelto) de muerte por los
otros. Y cuesta tanto morir amando a los otros o simplemente amar (si es que
amar no supone irremediablemente morir), que necesito al menos saber el camino
que debo hacer aun sin hacerlo.
Sembrar amor parece un
disparate. Porque lo que nos gusta es cosechar. Pero sembrarlo mientras muero,
sin esperar que al menos una brizna de vida brote de mi siembra, parece un
suicidio sin herederos. Y sin embargo el poeta necesitaba sembrar mientras
caminaba porque morir así era su meta. Y sembrar por caminos reales o soñados,
presentes o futuros, pisados o no más que deseados, es una avasalladora
profesión de vida.
Y no es que el poeta – pienso
– sienta tener que morir porque ama. No es que sepa que si ama se hace alieno,
se hace de “otros”. Es que está seguro de que sólo será de verdad si deja de
ser porque se ha dado todo en forma de amor.
Cuando se vive en mundo en el
que el yo lo quiere todo, es muy
difícil aceptar como amigo, como amigo de verdad que compromete nuestra
existencia, a Jesús que en todos los caminos de Galilea ensayó esa siembra de
amor y en Sión acabó de sembrar porque amó hasta entregarse todo.