miércoles, 16 de mayo de 2012

Esto pasa.


… es decir, sucede, pero no se acaba. En la portada de un diario del lugar feliz en el que vivo, leo en un mismo día: “En lo que va de año… 337 incendios en la provincia… todos ellos intencionados”; “… dispositivo contra los robos en explotaciones agrarias”; “Los lobos matan en… cuatro sementales y veinticinco ovejas”; “Profanan una veintena de tumbas en el cementerio de…”.
Lo de las ovejas fue obra de los lobos. Los lobos, ya se sabe, conservan un instinto (de cuyo funcionamiento no han querido hacernos conocedores y de ahí las discusiones sobre ello) que los mueve a “pasarse”. Matan y se sacian, pero dejan al resto sin posibilidad de desaparecer. Ya llegará el momento. Que no llega, porque no hay hielo en el que pueda conservarse la carne.
A propósito de esto ya conocen ustedes que en una explotación de vacunos en Galicia el remedio, copiado de Namibia, ha sido llevar dos burras que protegen al rebaño coceando a los asaltantes y alertan a los dueños rebuznando.
Pero ¿y los incendios provocados, los robos en las huertas, la agresión al reposo de los muertos? Y podrían seguir las sinrazones, con poca o menos poca violencia, que cubren los mapas de naciones cargadas de historia y de cultura.
Hay una doctrina muy extendida que se basa en principios tan lógicos e incontestables como éstos: El único modelo de sociedad es la democracia. Democracia es que yo pueda hacer lo que a mí me viene en gana. La democracia se sustenta en protestar de todos los modos posibles si el que está al mando, porque lo he elegido yo, se deslegitima cuando manda como no me gusta a mí. Lo que está a mi alcance es mío. Cuando robo recupero lo que me pertenece. Los muertos no tienen derecho a nada: son instrumento y reliquia de nostalgias. Quemar el mundo es un ejercicio purificador de la injusticia que mantiene repartida la riqueza. Respirar es un derecho que debe supeditarse a que yo lo consienta: a mí nadie me chista. La libertad de expresión está limitada por mi derecho a impedirla. El otro no tendrá nunca razón a no ser que yo se la dé. La autoridad no tiene sentido: no es sino el mecanismo de los que se inventan el orden y el derecho. 
¿Os suena? Porque si no os suena, si os parece que todo ello empiedra el camino hacia el futuro, tendremos a nuestra disposición todos los ingredientes necesarios para lograr el mundo feliz gobernado por la minoría de los que no admiten el gobierno de la mayoría.

domingo, 13 de mayo de 2012

Llorar por una piedra.


Debió de ser en el reinado de Conrado II (décimo séptimo emperador Salio del Sacro Imperio Romano Germánico, allá por el siglo XI) cuando un privilegiado compositor áulico, capellán de la Corte, Wipón de Burgundia, regaló a los creyentes de entonces (y nos la regaló a nosotros también) la deliciosa secuencia pascual Victimae paschali laudes que seguimos cantando con una melodía gregoriana que parece una catedral románica, sencilla y sublime.
María Magdalena, la enamorada del Amor, responde al autor del himno que le pregunta qué ha visto en el camino, con palabras cortas y definitivas: Resucitó Cristo, mi esperanza. Pero el autor de una de las versiones castellanas lo redondea así: Resucitó de veras mi amor y mi esperanza.     
Los dos aciertan adorablemente. Para María todo lo que tenía y podía desear era Cristo. Más que nadie de los que compartieron con él amor y persecución tenía su todo en Él. Creer de verdad, limpiamente, en alguien es convertirlo en esperanza, en meta, en final. Y cuando la historia parece habernos matado nuestra Vida, recuperarla es el milagro más imposible que se puede beber.   
Cuenta una historia más cercana que cuando Sofía Loren estaba interpretando una película que dirigía Vittorio de Sica, alguien le robó sus joyas. De Sica la sorprendió llorando, y cuando supo la causa le dijo: No llores por lo que no puede llorar por ti.
¿Por quién lloramos? Porque todos tenemos a nuestro alrededor un coro o una algarabía de solistas plañideras que se pasan las horas invitándonos a que hagamos lo mismo que ellos. La crítica, la nostalgia, el coro insaciable no lloran por el amor o por la esperanza. Es más: han matado al amor y no lo quieren. Hay perlas que acarician mejor que cualquier egoísta. Llorar por ellas es un deber. Y no tenemos o no queremos tener un director de nuestra tragedia, un educador de nuestra vida, que nos diga que no vale la pena llorar por una piedra.

jueves, 10 de mayo de 2012

Dondurma.


Tú que eres experto en sabores y refrigerios, conoces a fondo la delicia del dondurma, ese helado turco que tanto te gusta. Y sabes distinguirlo del helado clásico al que has renunciado porque donde te sirvan esa deliciosa, densa, casi dura mezcla de sabores a tu gusto, con leche, azúcar y salep, saben que volverás a buscarlo. Pero también sabes que el ingrediente específico de ese buen helado se saca de la púrpura temprana que escasea en Kahramanmaraş Maraş por el abuso de su consumo, como helado o como bebida caliente en invierno, hasta prohibirse la exportación de esa orquídea silvestre Ophrys holosericea, como la llaman los más entendidos.
No es un hecho único. Ni sólo se da en la Naturaleza, tantas veces agraviada por nuestra insensibilidad, indolencia y egoísmo. ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez en tu estilo en el uso del agua? Seguramente la ducha se ha hecho más frecuente que el baño. Y a ello ha concurrido en algunos casos (a lo peor muy pocos) el criterio del ahorro. Pero para demostrarte que no eres tan honrado como dices en ello, fíjate en el grifo de tu lavabo cuando atiendes a la limpieza de tus dientes.
Pero aunque nos interese mucho el respeto a los bienes naturales, mucho más nos debe doler la pérdida de las riquezas humanas de nuestros tesoros familiares. Nos reímos de las cosas de los viejos, sin sentido crítico ni de nuestra risa ni de esas cosas de las que nos reímos y a cuya hondura ni no somos asomado. Las tachamos sin más de ridículas (y puede ser que las haya), de trasnochadas (y puede que algunas lo estén), pero la gravedad está en que no somos capaces de gustar el contenido afectivo de esos valores. Porque no nos importan. Porque “han pasado de moda”.  

domingo, 6 de mayo de 2012

María.


De la poesía de José García Nieto se escribió que era “sosegadamente apasionada”. Y no de otro modo podía manifestarse un poeta que bebía la sustancia de su palabra en los valores hondos del espíritu y el aroma de sus versos en los clásicos, cimiento de la expresión más perdurable. La lectura de los que siguen son un ejemplo.
El arrendajo, pato
de los aires, oscuro,
pasa. ¿Por dónde? Hay algo
que nos oculta el rumbo.

Y llora la resina
intermitentemente
por la amarilla herida
que tiene el pino verde.

A nuestro alrededor
sólo el vuelo y el árbol;
la garganta sin voz,
sin amigo la mano.

Pero Dios no está lejos.
Ya se anuncia. Sin prisas,
detrás de aquel otero
nace Santa María.

Detrás del otero de nuestra esperanza está naciéndonos siempre Santa María. Y cuando en cada Mayo vuelve a estar de moda en nuestra vida, nos damos cuenta de que nunca ha estado ausente. De que si somos, es porque ha sido siempre la Madre de nuestra historia, Ella que la empezó con una espada en el alma y abrazó al final la Vida de su vida en los brazos que siempre estuvieron abiertos y tendidos para hacernos, con Juan el joven, hijos suyos.
Ni el arrendajo que nos quita la luz, ni las lágrimas amargas de este pino que somos, ni la mano amiga que parece faltarnos, ni los gritos sin voz pueden hacernos sentir que en esta era de crisis falte el vino. Ella lo sabe y nos recuerda que la respuesta sólo estará en hacer lo que Él nos diga.

jueves, 3 de mayo de 2012

Amazing grace.



Es fácil que hayamos oído y tarareado alguna vez la melodía de cinco notas (fusión de otras dos de Benjamin Shaw y Charles Spilman) que Wiliam Walker le dio en 1935 al himno Amazing grace de John Newton. Se asegura que este himno se canta millones de veces cada año. Es un himno de libertad y una breve autobiografía interior del autor de sus versos, John Newton, que la había recitado probablemente en el sermón de Año Nuevo de 1773. Había contribuido con otras 279 composiciones para el libro de himnos (Himnos de Olney) que con William Cooper publicó en 1825.
Damos una traducción aproximada: 

Gracia asombrosa (qué dulce es su sonido) que salvó a un miserable como yo.
Estuve perdido, pero ahora me encontraron. Estaba ciego, pero ahora puedo ver.
Fue la gracia la que le enseñó a mi corazón a temer; y la gracia alivió mis miedos.
Qué preciosa fue la gracia cuando apareció: ¡El momento en que creí por primera vez!
A través de muchos peligros, esfuerzos y engaños ya he podido volver.
Esta gracia me ha dado paz y esta gracia me llevará a mi casa.
El Señor me ha prometido el bien y sus palabras afianzan mi esperanza.
Él será mi escudo y parte de  mi ser mientras la vida perdure.
Sí: cuando esta carne y el corazón se cansen y la vida mortal se acabe,
a tener más allá del velo una vida de alegría y de paz.
Y cuando estemos allí diez mil años resplandecientes como el sol
no nos sobrarán días para cantar alabanzas a Dios
como cuando acabábamos de empezar.

Releer esas palabras y saber algo de la vida de su autor bastan para despertar un sano sentimiento de envidia e imitación. 
John Newton nació en Londres en 1725. Su padre le empujó a la Marina donde fue rebelde, desobediente y desertor. Por eso le destinaron a un barco del mercado de esclavos. Llevó en ese trabajo una vida abyecta, blasfema, cruel, despiadada. Él mismo confesaba: “Había escogido un camino de muerte y lleno de malos hábitos”. Una terrible tormenta en marzo de 1748 le lleva a atarse a la bomba de achique del barco mientras le decía al capitán: “Si esto no funciona, ¡que el Señor tenga piedad de nosotros!”. No era una palabra vacía. Había estado leyendo los días anteriores La imitación de Cristo. Y el terror de aquel momento y la seguridad de que iba a morir le llevaron a clamar al cielo. Tenía 23 años.
Siguió su vida de esclavista. Pero sus actitudes cambiaron: seguía la crueldad con los pobres prisioneros, pero se habían acabado las blasfemias. Una enfermedad grave le obligó a quedarse en Liverpool y se entregó a la vida de estudio. Ordenado sacerdote anglicano, le destinaron a la parroquia de Olney, donde sus sermones se escuchaban con mucho agrado y eficacia porque estaban llenos de la pobreza de su vida y de la riqueza de la Gracia.
John Newton murió el 21 de Diciembre de 1807. Pocos meses antes había conseguido del Parlamento Británico, como ardoroso abolicionista de la esclavitud, la firma de la Slave Trade Act.