En la revista rusa Tekhnika
Molodezhi (algo así como Técnica
Juvenil) apareció hace años un estudio de proyección de un ingeniero
llamado Arseniev. Calculaba el crecimiento de la raza humana a partir de 1945 y
a partir de los 10 centímetros que decía haber crecido el hombre en 30 años
(crecimiento medio, claro está), aventuraba para el varón una estatura media en
el año 2000 de 175 centímetros; 199 en el 2200; 238 en 2400… y aseguraba que en
el año 3000 el hombre mediría, en términos medios, 577 centímetros y la mujer
238.
Me asusté pero me quitó el susto no creerlo. Aun no
creyéndolo, yo pensaba: “En estatura física, no. Pero ¿crecerá el hombre medio
en «humanidad», es decir, en todo lo que hace al hombre más hombre y menos
animal?”.
Algunos años más tarde, es decir, ahora, tengo la
respuesta. Y no es placentera. Porque la lógica me diría que el paso del tiempo
haría que el hombre perfeccionase su ser. Superadas posibles dificultades de
edad o de carestías personales, familiares, sociales, la admirable energía que
el hombre atesora y puede orientar y su condición de ser comunitario, deberían
haberle hecho crecer en dignidad, nobleza de espíritu, excelencia de ánimo,
generosidad, apertura a los demás y sueños de elevarse sobre la tendencia
animal de egoísmo para inundar su mundo con su grandeza natural. Con todos sus
frutos. Con la sinergia (¡bonita palabra!) que se obtiene al unir la propia calidad con la de otros, con la de muchos,
con la de todos.
Afortunadamente todo lo anterior es un hecho en muchos.
Pero desgraciadamente no es un logro en todos. Observar la postura casi
espontanea de reserva, de excusa de esfuerzo, de divergencia de valores y proyectos,
de desencuentro con todos los “otros” con los que estoy llamado a crear una sociedad nueva, mejor que la que
encontré, me lleva a pensar que el individualismo se impone con su fuerza
instintiva al mandato natural y difícil de “ser para los demás”.
En nuestra tarea educativa debe prevalecer esta inquietud
como una necesidad existencial. Y debemos alentarlo de un modo explícito,
entusiasta, alegre, constante, por encima de cualquier programa canijo en el
que el “me importa mi yo” se imponga con toda su miseria.