San Leo (llamada en el pasado Montefeltro) es una población de unos 3.000 habitantes (a una carrerilla de distancia de uno de sus muchísimos gatos hasta Rímini, junto al Adriático), que encierra en su milenaria historia hechos y personajes para nunca acabar. Se distingue en el horizonte por el impresionante macizo rocoso en la que está asentada y que corona una imponente fortaleza. Allí estuvo (y allí fundó) san Francisco de Asís. Allí estuvo (y allí se inspiró para su Purgatorio) Dante Alighieri. Y allí estuvo (y allí murió preso a los 52 años) el intrigante siciliano “conde” Alessandro Cagliostro (Giuseppe Bálsamo), médico, químico o alquimista, ocultista, místico, cabalista y mago, del Rito Egipcio de la Francmasonería y envuelto en el conocido escándalo del collar de la pobre María Antonieta (¡ay se le pesca Hans Axel de Fersen!).
Situados en lo alto asistimos al
desprendimiento a finales de febrero de este año de 2014 de una enorme masa de
aquel imponente peñasco sobre cuyo borde se asienta el castillo que empezó
siendo romano, fue roca deseada por bizantinos, godos, francos y lombardos
hasta que Otón de Sajonia se la arrebató a Berengario II.
Pueden valernos estos hechos de bandera y
enseñanza en nuestra formación personal y en nuestro intento de educar.
Un hombre se forma a sí mismo. Pero necesita,
de ordinario, que alguien le diga que le corresponde el deber de formarse. Es
la primera ayuda del oficio de formador, de educador. La segunda lección es la
de hacer ver que la personalidad no se construye sobre un lugar encumbrado
sobre el panorama de la sociedad, sino en el seno de la misma sociedad:
familia, escuela, pandilla de amigos… Es decir, no debe creerse que él solo
puede fijar su carácter. Más aún, que sin el sano y equilibrado contraste con
otros, mayores y coetáneos, no va a descubrir los fallos de su base humana. Ni
las metas que debe proponerse. Que el apoyo de un consejero, con el que debe
tejer un sereno y humilde lazo de amistad, le resultará no sólo de luz y de
ventaja, sino de necesidad para que la experiencia (¡las experiencias!) que
vaya teniendo le vayan conduciendo hacia decisiones definitivas para el sí y
para el no.
La confianza en sí que vaya adquiriendo y
haya adquirido le llevará así a confiar en los demás. Porque sin ”demás” no hay
vida humana. Sin “los otros” podremos creer que hemos levantado un soberbio
edificio, pero nos habremos encontrado en la soledad de los muertos.