No vamos
a animar a nadie a que imite a estos dos jóvenes fotógrafos rusos, Vitaly
Raskalov y Alexander Remnov. Los conocéis todos. Son estudiantes, pero en su
afán de encontrar objetos dignos para su obra, se dedican también a escalar.
Escalan edificios de 74 pisos, azoteas de construcciones de muchos cientos de
metros de altura, cimas de puentes y torres modernísimas, pirámides egipcias de
hace 4.583 años, como las de los tres faraones (abuelo, padre e hijo) de la
cuarta dinastía, que llamábamos antes con voces griegas Keops, Kefrén y
Mikerinos y ahora nos las hacen conocer como Jufu, Jafra y Menkaura…
Y escalan
sin permiso, de día y de noche, sin ayuda de instrumentos propios de esa
aventura, con la cámara al cuello y trepando sin más seguridad que la de sus
manos. O así parece.
¿Y por qué no vamos a
animar a nadie a que haga eso? Porque está mal. Hay cosas que están mal y no se
deben hacer. Y cosas que están bien y se deben copiar. Y lo que debemos copiar
de estos jóvenes es su afán de superación, su sueño por la altura, su entrega a
la ejecución de los sueños de nuestra vida, su victoria sobre las dificultades y
el dolor en el trabajo.
Sin darnos cuenta,
pretendemos que nos lo den hecho: lo pequeño y lo grande. La llamada “ley del
mínimo esfuerzo” es para algunos una ley que forja la quimera de su vida en no
mancharse, no sudar, no doblar el espinazo, no llorar, no sufrir… Me contaba un
buen amigo médico, que le daba pena pensar en la educación que podían dar a sus hijos las
madres que acudían a la consulta con un único deseo: “¡Pobrecito, que no le
duela!”. La salud no les importaba, pero sí el dolor.
No hay por qué asumir
un sufrimiento gratuito. Pero no se puede caminar sin ser capaz de soportar con
valentía, y casi con placer, el dolor que produce la marcha, el ascenso, el
sentimiento lacerado de que se está logrando la meta.