domingo, 23 de septiembre de 2012

Aburrimiento.



Uno de los estados del ánimo más frecuente entre los jóvenes es el del aburrimiento. No es raro que lo expliquen como consecuencia de no saber qué hacer, de no encontrar atractivo o estímulo en lo que hacen, de sentirse perdidos ante el deber que deben abordar, de no saber cómo descubrir el placer de crear, de organizar, de embellecer de verdad su inmenso y sediento mundo interior.  
Los que se pasan horas ante el ordenador (o ante alguno de los muchos instrumentos de comunicación e incomunicación que se usan profusamente hoy) son aburridos profesionales. Porque recurren a ello como trabajo normal, casi obligado. Aunque lo que hacen es volver a atarse a una máquina que va despoblando su corazón. 
Cuando nos llega la noticia de que un joven de 19 años (inglés y de nombre Adam Cudworth) ha logrado hacer unas sorprendentes y hermosas fotografías de la Tierra con una cámara digital montada en un globo de helio, quedamos convencidos de que el fenómeno del aburrimiento no aparece cuando con unas horas de trabajo, pruebas e investigación, con un gasto de pocos cientos de libras y el permiso de la Aviación Civil llega a fotografiar la Tierra desde casi 34 mil metros.
Yo estoy convencido de que el aburrimiento es hijo de la vagancia. Y que la vagancia se enseña y se hereda. Estas líneas, como todas sus hermanas, parten del deseo de sacudir en los padres su deber de iniciar en sus hijos, desde muy pequeños y en la medida oportuna, en alguna actividad “extraescolar” ilusionante. Me describía un muchacho sensible y sensato la figura desesperante de su padre de vuelta a casa del trabajo: “Se sienta delante del televisor y no se levanta más que para comer. No hace nada, ni invita a nada, ni pide compañía y colaboración para nada”.
Puede ser que pensemos que se trata de un padre cansado que necesita llevar la barca de su vida a la orilla de la evasión televisiva para restaurar sus fuerzas. Pero es más justo pensar que es el caso de un hombre aburrido que no tiene en cuenta que es padre y que debe educar en ese bello camino de la creatividad hacia la que naturalmente  se sienten atraídos los niños. Y los jóvenes que no han empezado a estrenarse como aburridos profesionales.  

martes, 18 de septiembre de 2012

Pareidolia.



Entre Hamlet y Polonio - ¿recuerdas? - se cruza este diálogo en el acto III:
- ¿No ves aquella nube? ¿No tiene la joroba de un camello, mi amigo?
- Un camello: es verdad…
- No, deja, deja. ¿No ves más bien como una comadreja?
- Justo: una comadreja…
- Pues te digo que más bien me parece ya un pescado
- ¡Un pescado!
- Una ballena
- ¡Justo!
- ¡Basta! ¡Que me has hartado con tus conformidades!

Aunque el propósito del príncipe perdido era manifestar su desagrado por la mentira y la ilusión en que pueden enredar los aduladores, nos viene bien traerlo aquí. La sensación de percibir algo sensorial en un estímulo aproximado a la imagen de un objeto es un fenómeno psicológico mucho más común de lo que creemos y al que los especialistas llaman pareidolia (es decir, aproximadamente, cercano a una imagen). Por ejemplo ver en el perfil de una nube la cara de una persona, interpretar como el quejido de un niño el ruido de los goznes de una puerta perezosa. Rorschach lo usó en la exploración psicológica y Jeff Hawkins lo  introdujo en su teoría de memoria- predicción.
Y nosotros lo usamos continuamente en nuestro pensar, juzgar y hablar: Me parece, se parece…  Y nos quedamos tan tranquilos. Como si pudiésemos construir una opinión con pareceres, como si la justicia se asentase sobre  pareceres, como si las decisiones pudiesen ser hijas de pareceres. Y peor es aún que sean los pareceres de los demás los que nos mueven en el precioso y delicado oficio de tejer el juicio y la resolución. Una de las causas de mayor desbarajuste en la conducta de los hijos está en nacer en hogares en los que no hay certeza en lo que se juzga y constancia en la línea de la actuación. Porque muchísimo  peor es que no equivoquemos de  parecer y lo cambiamos y la barca personal, matrimonial y familiar se mueve en círculos.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Paralímpicos.



Es bien sabido que nuestros 142 atletas paralímpicos en los juegos de Londres de 2012 (entre los 4.200 que intervienen) han obtenido en la mayor parte de las 20 modalidades de deportes y atletismo, 42 medallas. Aunque la clasificación general del medallero tiene en cuenta los trofeos de oro y España, con ocho, ocupa el 17º puesto, el número total de medallas nos daría el puesto 10º de las 164 naciones que intervienen.
Estoy seguro de que algunos de los que leen estas líneas están muy al tanto de los datos exactos del hecho y me corregirán lo transcrito. Pero como lo que nos importa aquí no es redactar una crónica fiel, sino expresar un pensamiento que tal vez compartimos todos, eso hacemos.
No sólo nuestros compatriotas, sino todos los que participan en este notable acontecimiento son el exponente visible de muchas personas que, en lo deportivo y en otras muchas modalidades de la lucha en la vida, demuestran su valía. Y se sobreponen a lo que podría considerarse una condena y lo convierten en un estímulo admirable. 
En cambio, parece como si ese estímulo en los que organizan la vida pública (y en los que viven esperando lo que hacen esos organizadores) y en las vidas e iniciativas más o menos privadas (sociedades, agrupaciones, familias…) se quisiese resumir en vivir bien, es decir, en bienestar a toda cosa. No sufrir, evitar la fatiga, el arrojo, el ardor, el denuedo, el coraje, el aliento, el empeño, el esfuerzo, el trabajo… Hay familias en las que todo el empeño está en hacer hijos altos, sanos, guapos, orondos… y se olvidan de lo principal. De que no sean imbéciles. Pero los hacen así o dejan que se hagan ellos mismos así. Parece mentira, pero los etimólogos no se ponen de acuerdo en lo que significa y es, por tanto, un imbécil: que si el viejo que vacila porque no tiene bastón, el que no pincha ni corta porque no tiene “cetro”… Y lo malo es que cuando se dan cuenta de cómo es su hijo, ponen el grito en las nubes sin caer en que han sido ellos los que lo han hecho así. El capricho, la complacencia, la aceptación, la “democracia” (¿qué democracia?), la “paz” (¿qué paz?) fue el alijo al que se le concedió que se instaurara como norma y objetivo.
Recuerdo una triste y cabal afirmación de un gran hombre cuando se refería al proyecto social y familiar de nuestros días para el hombre: “Un cerdo en una cama con ruedas”.

sábado, 8 de septiembre de 2012

La Honestidad.



Conocéis la leyenda del emperador chino que, para elegir esposa, lo hizo entre todas las jóvenes que, presentadas como aspirantes, volviesen al cabo de seis meses con la flor más hermosa obtenida del cultivo de una semilla recibida del rey. Eligió a la que presentó, en medio de un jardín de hermosísimas flores traídas por las otras, una maceta sin más que tierra. Su decisión, explicó el emperador, la había movido el deseo de compartir la vida con una mujer fiel a su amor. Todas se habían ido a su casa con una semilla estéril y volvían con la mentira de una flor deslumbrante. La elegida presentaba la hermosura de la honradez.
Vivimos y convivimos, con frecuencia, engañando y engañándonos. Engañar a los demás nos resulta fácil desde que nos hemos entrenado engañándonos a nosotros mismos. ¿Qué por qué nos engañamos? Porque nos gusta soñar más que vivir, esperar más que trabajar, suponer más que constatar, desear más que ahondar, exigir más que dar, recibir más que servir. Nos sentimos inseguros y nos creamos arrimos que disimulan nuestra inseguridad. Deseamos ser importantes y en vez de buscarlo y lograrlo siendo honrados, siendo auténticos, recurrimos a parecerlo, a darnos importancia, a pedir a los demás que nos lo reconozcan: que es el mejor argumento para demostrar que no lo somos.
Engañamos al débil porque sabemos que podremos aprovecharnos de él y de su debilidad. Al fuerte, pero con disimulo y taimadamente, para que el bien que esperamos obtener sea, al menos, el de que nos aniquile. La mentira es un rebujo en el que la apariencia del papel dorado es lo contrario de lo que envuelve.
Que cuando el Rey ponga en claro cuál ha sido su política de amistad, de amor para con nosotros, podamos levantar la cabeza ofreciéndole en nuestros ojos la flor de la sencilla verdad.

lunes, 3 de septiembre de 2012

¿Amigos?



Hay palabras (de las que subrayo ahora amor y amigo) que se usan como un pañuelo. Pueden ser el leve cofre de un delicioso perfume, un signo de alianza desplegado en el aire, el tapón con el que queremos impedir que se nos escape la vida de una persona que es parte de la nuestra, un dócil instrumento con el que sacudimos el polvo y hasta el recipiente temporal de algo que no queremos que se vea ni se toque ni se huela.  
Decimos amigo cuando en realidad estamos tantas veces refiriéndonos a amiguitos, a amiguetes, a amigotes… A nuestro alrededor, tan intensamente denso como lo hace el círculo angustioso de los medios llamados de comunicación, aparecen con profusión esas figuras. El interés, el miedo, la pura y sucia simpatía, la necesidad de contar con respaldo para nuestras aventuras, la afinidad de gustos y tantas otras dimensiones de la precariedad de nuestra personalidad, nos hacen recurrir a la larga fila de rodrigones  a los que mal llamamos amigos.
Abu Muhammad 'ali Ibn Hazm nació en Córdoba el año 994 entre los clamores de las victorias de Almanzor, y murió contando ya setenta años, en su casa de campo Manta Lisham (Montíjar hoy, en Huelva) la tarde de un domingo, cansado de la política y del engaño y después de haber pensado y escrito sobre teología, filosofía, historia, política…
En el capítulo XVII (Sobre el amigo favorable) de su libro juvenil El collar de la paloma nos explica lo que él considera encomiable en la amistad: 
Entre las cosas que son de desear en amor, es una que Dios Honrado y Poderoso conceda al hombre un buen amigo, de amables palabras y grande ánimo, que sepa cómo tomar las cosas y cómo salir de ellas, de claro entendimiento y lengua aguda, reposado y muy entendido, poco dado a llevar la contraria y mucho a ayudar, colmado de paciencia, indulgente con las importunidades, aunado con su amigo, buen cumplidor de los juramentos de la amistad, razonable en amoldarse a las cosas, de natural loable, incapaz de injusticia, presto a la asistencia, aborrecedor de todo desabrimiento, fácil de abordar, desprovisto de perversidad, de ideas sutiles, sabedor de las debilidades humanas, de buenas costumbres, de ilustre cuna, guardador del secreto, muy piadoso, de veras leal, libre de traición, de alma generosa, de fina sensibilidad, de intención notoria, de moderación evidente, de temperamento constante, pródigo en dar consejos, de afecto acreditado, fácil de convencer, de rectas creencias, de lenguaje sincero, de espíritu vivo, de natural casto, de brazos abiertos y holgado pecho, revestido de tolerancia, amigo de los puros afectos e incapaz de desvío”.