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lunes, 19 de agosto de 2013

52- Hz.



Seguramente algún lector siente lo que yo. Pena porque a una ballena que mide 30 metros y pesa 180 toneladas se la llame con la frecuencia de su canto: 52 hertzios de frecuencia. Como a un televisor. Las demás ballenas llegan a 20 hertzios y viajan en compañía. 52-Hz vive sola, clamando sin respuesta, entre California y las Islas Aleutianas, frente a Alaska ¡desde 1989!, al menos.
Ha habido músicos, dibujantes, directores de cine que se han inspirado en ella para crear belleza y ternura.
Bruce Mate, investigador del Hatfield Marine Science Centre de la Oregon State University dice que a lo mejor no sabe pronunciar bien, aunque su llamada es potente: ¡52 hertzios! (y un tanto desagradable, pero pensemos que es una ballena). Otros dicen que es sorda. 
Mary Ann Daher, bióloga marina que estudia a 52-Hz desde que se la descubrió, escribe: «Recibo desde hace años cartas, correos y poesías de mucha gente que se identifica con este animal y que se siente sola porque es diferente de todos los demás».
Contemplando a 52-Hz con la mente (porque nadie la ha visto), ¡con la mente y el corazón!, he pensado en tantas personas como he conocido diferentes, a las que algunas veces he llamado raras, porque no he sabido admirarlas en su diferencia, ni me he admirado por su singularidad. Ni he sabido que al sentirse solas me pedían mis brazos y mi afecto. Extrañas porque nunca han pronunciado la vulgaridad de mis insolencias. Solitarias, como 52-Hz. Más ricas muchas veces que los que nos creemos normales porque vamos enganchados al rebaño.
Y, sin embargo ¿quién no es diferente? ¿Quién no vive solo? ¿Quién no tartamudea lo que siente porque le da vergüenza que se conozca el tesoro de su afecto?

martes, 17 de enero de 2012

Fuera...!!

Odi profanum vulgus, et arceo, “decía” de sí mismo Horacio (Quinto Horacio Flaco) en sus Carmina, confesando el disgusto que le producía, seguramente, la insensibilidad del vulgo ante su poesía. Odio al vulgo profano y lo aparto de mí, podría ser una traducción más o menos correcta, pero que dice en castellano lo que decía Horacio. Este selecto poeta venusiano, que propone el carpe diem (toma, aprovecha cada día), la aurea mediocritas (la mediocridad de oro) y el retiro del beatus ille (feliz aquel…) para ser feliz, encuentra eco en otro poeta, el nicaragüense Félix Rubén García Sarmiento, con el nombre de combate artístico más conocido de Rubén Darío. Darío definía (creo haberlo leído en el prólogo de las obras poéticas de un buen amigo suyo) como público municipal y espeso al vulgo profano del otro poeta.
Y al leer estos calificativos nos quedamos pensando si eran seres engreídos por una hinchada autoestima o por la estima de los demás que los colocaban en baldaquinos de honor y selección.
Si pensamos y juzgamos así, somos injustos. No valemos para jueces. Porque en la médula de nuestra personalidad hay mucho más de lo que creemos de esa necesidad de apartar de nosotros a los que no son de los “nuestros”. Necesitamos la seguridad de pertenecer a una tribu (y sabemos lo que la tribu tiene de cerrazón en defensa de su identidad) para sentirnos arropados por ella, conocidos por los demás, aceptados como gente de su “raza”.
Basta repasar las filas del deporte, del arte, de la política, del tener o no tener y de las tantas esferas en las que nos movemos, para darnos cuenta que tendemos casi instintivamente a alejarnos o alejar a los que no nos son propios. ¡Cuánta torpeza hay en avanzar cuando rechazamos sistemáticamente lo que dice el que no es “nuestro” porque no es nuestro no porque no tenga razón! 
Es un instinto animal. Basta observar el comportamiento de animales salvajes o domesticados para afirmarlo. No es malo ese instinto: pertenece a nuestra naturaleza.
Lo malo es depender del instinto cuando somos algo más que animales movidos por esa fuerza. Advertirlo con nuestra capacidad de discernir, decidirse a no resignarse a ser esclavos depender de ella, y ejercitarse en la apertura, la aceptación y hasta el aprecio del que nos es distinto.     
Se da en la educación familiar un riesgo en este asunto. Se previene sin más al hijo, ya desde niño, hacia o, peor todavía, contra el que no es de “los nuestros”, sin darse cuenta de que están planteando una vida para el futuro en la que necesariamente debe haber amigos y enemigos.
Tal vez nos venga bien ensanchar el corazón y hacer de nuestra actitud de acogida un principio de conducta para nosotros y nuestros hijos.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Buena Educación (4): Verse a sí mismo.

Antoine de Saint-Exupéry refiere lo que dijo la flor (lee el capítulo XVII) al Principito: - “¿Los hombres? Creo que existen seis o siete. Los vi hace años. Pero no se sabe nunca dónde encontrarlos. El viento los lleva. No tienen raíces”. A Sancho, que afirmaba que “muchos son los andantes”, - “Muchos - respondió Don Quijote - pero pocos son los que merecen el nombre de caballeros”.
Uno de los presuntos “caballeros” que han hecho más ruido en la historia, Napoleón Bonaparte, reposa en los Inválidos, construido por Brant y Mansart bajo la mirada atenta de Luis XIV. Allí colocaron años más tarde a Napoleón después de muerto y reivindicado. Y allí sigue. Pero nadie sabe dónde tiene la cabeza y dónde los pies, porque los seis ataúdes que lo encierran cubiertos por un gigantesco sarcófago de pórfido rojo simétrico, no son capaces de decirnos cuál es la orientación de su cuerpo. Eso les pasa a muchos. Que si lo tienen todavía, no saben dónde está su corazón ni hacia dónde se orienta. No tienen raíces.
 “La educación es cosa del corazón” - escribió un gran educador que supo educar porque quiso y supo amar y enseñó a amar. Para educarse hay que enfrentarse con el propio corazón y tomarlo con valentía para hacer de él el motor de la vida y del amor. Lo que pasa es que la monotonía de su latido constante (¡ah, la costumbre!), nos hace difícil definir su color, su calor y hacia dónde se orienta.
Acuérdome - decía Lazarillo de Tormes – que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño veía a mi madre y a mí blancos, y a él no, huía dél con miedo, para mi madre, y señalando con el dedo, decía. “¡Madre, coco!”... Yo, aunque bien muchacho, noté aquella palabra de mi hermanico y dije para mí: “¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!”.
Huir de sí es una fuerte tentación. Pero ya es gran cosa haber descubierto que se tiene el corazón un poco turbio o un poco vacío. ¡Ojalá, en vez de huir, se nos ocurra que debemos limpiarlo o llenarlo!
Porque es el instinto el que nos lleva a ser egoístas, a ser ‘maleducados’. Pero hay en nosotros otro instinto, nacido de semilla divina que nos lanza a amar. Y para amar, a educarnos.

martes, 6 de septiembre de 2011

Buena Educación (1)

Teseo acaba con Procustes

Procustes era un bandido griego en la lejana historia. Siempre y en todas partes ha habido bandidos y bandas. Basta mirar a nuestro derredor (y un poco más allá) en nuestra querida España. Con su banda actuaba Procustes en el Ática. Vigilaba el paso de los ingenuos que osaban pasar por un determinado puerto en la montaña. Los detenía y robaba. Y a los que no satisfacían su avidez, los sometía a esta corrección: tendido en un lecho que tenía la media del bandido, los descoyuntaba o cortaba los pies si no llegaban a su estatura o la excedían. Teseo acabó con él.

Procustes no era, evidentemente, un hombre educado. Ser educado lleva consigo aceptar que cada persona con quien convivimos sea ella misma, respire su aire, disfrute de sus derechos, conserve su propia medida.

Cuando oprimimos, deprimimos, exprimimos o comprimimos (que todo eso somos capaces de hacer en los vericuetos de nuestra vida)... cuando hacemos algo de eso con nuestro vecino y le sometemos con ello a nuestra medida, a nuestro gusto, a nuestro criterio, a nuestra real gana, empezamos, seguimos y acabamos siendo mal educados. Como Procustes.

En el fondo, un ‘maleducado’ es un egoísta. Y un egoísta es, en el fondo y la forma, un inmaduro, un enano, un raquítico de espíritu que conserva, aún después de muchos años de vida, la idea infantil de que todo el mundo gira alrededor de él, de que él es el bello ombligo del mundo. “¡Cuántos son los enanos!”, lloraba Plauto. Y Juvenal decía: “Los buenos son tan pocos, que apenas llegan al número de las puertas de Tebas o de las bocas del Nilo”· Que eran siete.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Discutir.

Eso es discutir y lo demás es cuento. Duelo a garrotazos, como pintó Goya en la Quinta del Sordo que compró en 1819: los pies bien hundidos en la tierra para no ceder ni un centímetro de la propia postura, el garrote bien asido para no errar y con la intención bien clara de dar en la cabeza al otro dialogante para acabar con él.
Parece que lo de los pies enterrados no era así en el original, sino que fue un mal arreglo al pasar el óleo del revoco al lienzo. Pero lo dejamos para nuestra reflexión como hoy se ve, porque es un rasgo más del talante de los que discuten.
Discutir es golpear para separar, sacudir para que caiga lo que sea, la tierra adherida a la raíz, la fruta, el grano, el vecino, el que nos lleva la contraria…
«¡Vivir allí arriba unos días en el silencio y del silencio nosotros, los que de ordinario vivimos en el barullo y del barullo! Parecía que allí oíamos todo lo que la tierra calla mientras nosotros, sus hijos, damos voces para aturdirnos con ellas y no oír la voz del silencio divino.  Porque los hombres gritan para no oírse cada uno a sí mismo,  para no oírse los unos a los otros… Para descansar de las visiones de miseria de cualquier barranco humano, para digerir todo lo que es accidente en la vida, ¿qué mejor sino la cumbre de la Peña de Francia al abrigo del venerado Santuario?» - escribía Miguel de Unamuno después de pasar algunos días en aquel precioso monte.
¿Quién discute? El que no tiene razón, el que busca eliminar al que tiene enfrente o, al menos, hacerle callar. El que impone su palabra (o su grito) con la fuerza del garrote verbal. Discute el que va por la vida levantándose tronos de autoritarismo a fuerza de tronar y escupir fuegos. El que no ha aprendido a pensar, a compartir, a regalar. Se le pueden aplicar los conocidos versos: Cuando empieza su charla don Malvicho, qué va a decir no sabe el infelice; cuando sigue, no sabe lo que dice; cuando acaba, no sabe lo que ha dicho.
Pero lo ha dicho y ¡ay del que contradiga su veredicto! Porque, como dice el refrán castellano, palabra y piedra suelta no tienen vuelta. Los suizos lo apadrinan mejor: Cuando la piedra ha salido de la mano, pertenece al diablo.
Conversar es el modo normal de comunicarse las personas capaces de saber que el otro, sea quien sea el otro, tiene derecho a existir, a hablar, a tener una opinión, a expresarla. Conversa el que escucha, el inteligente que sabe que oyendo se aprende, que oyendo se afina la capacidad de juzgar, que no se habla para quedarse por encima, sino para verter en común (ese es el significado exacto de “conversar”) el propio corazón y tomar del regalo de los otros lo que puede servir para enriquecer el propio.

jueves, 31 de marzo de 2011

Amad la vida y respetadla

El aire huele a vida. El valle del Jerte estalla de blanco y dentro de pocos días (estamos a 31 de Marzo) parecerá un valle nevado. En muchas calles de nuestras ciudades se han encendido de vida los ciruelos japoneses (los expertos los llaman Prunus cerasifera) que hacen del paseo un regalo indecible. Y en muchas de nuestras ciudades un gentío que ama la vida, que defiende la vida, que desearía que ninguna vida quedase hundiese en la sentina del egoísmo, sale a proclamar su fe en la vida.
Hace muchos años un joven sacerdote, débil de fuerzas, pero recio en ser leal a la vida, visitaba las cárceles, conducido por otro santo defensor de la vida. Nuestro aprendiz de ministro de la Vida descubrió que las prisiones que visitaba, llenas de jóvenes, eran la antesala de la muerte, física o moral. Y descubrió que el Señor de la vida le destinaba a salvar aquellas preciosas existencias. Era Juan Bosco.
Muchos años más tarde, en 1884, pocos antes de su muerte, hablando en la fiesta de su santo a un grupo de jóvenes sacerdotes, antiguos alumnos del Oratorio de Valdocco, que habían ido a felicitarle:
“El Señor, que nos quiere a todos felices, nos da a conocer con estos azotes lo preciosa que es también nuestra vida temporal. Y vosotros, queridos hijos míos, procurad en vuestros sermones hablar a menudo de la muerte. Hoy en día no se hace aprecio alguno de la vida. Uno se suicida porque no puede soportar los dolores y las desgracias; otro arriesga la vida en un duelo; éste la derrocha en el vicio; ése se la juega en arriesgadas y caprichosas empresas; aquél la echa por la borda, arrostrando peligros para lograr venganzas y desahogar pasiones. Predicad, pues, y recordad a todos que no somos nosotros los dueños de la vida. Sólo Dios es el dueño. Quien atenta contra su vida, hace un insulto contra Dios; la criatura hace un acto de rebeldía contra su Creador.
Vosotros, que tenéis talento, encontraréis ideas y razones en abundancia y la manera de exponerlas para inducir a vuestros oyentes a amar la vida y respetarla, con el gran pensamiento de que la vida temporal bien empleada es precursora de la vida eterna”.

martes, 29 de marzo de 2011

Dios no da manotazos

Encaminándonos, en el momento que nos encontramos, hacia la luz y el triunfo de la Pascua, no está de más considerar que nos sucede como a nuestro Maestro y Señor: solamente llegaremos a la luz y el triunfo definitivos atravesando, de algún modo, momentos de oscuridad y dolor; que pueden ser en muchos casos la incomprensión, la humillación, el desprecio...
No hemos de pensar que estas situaciones tengan que darse únicamente de modo personal, sólo en ese ámbito.
La fe en Cristo Jesús nos hace hermanos y nos constituye en una misma familia. Es la Iglesia, la familia toda de Jesús, quienes estamos hoy sufriendo la persecución, la humillación y el acoso en muchos lugares y niveles. También muy cerca de nosotros. ¿Llegamos a sentir que nos salpica ese dolor?
No podemos reducir nuestra actitud al lamento, a la queja y la protesta. Es verdad que hay situaciones y comportamientos que nos indignan. ¿A quién no le causa vergüenza y estupor, aunque no sea creyente, lo sucedido hace unos días en la Capilla de la Universidad Complutense de Madrid? ¿En un lugar de cultura y preparación de las futuras generaciones se puede dar tal grado de prepotencia e intolerancia?...
Podemos hacer muchas más preguntas y expresar nuestra indignación...
Pero, ¿nos sentimos cercanos y partícipes del sentimiento de quienes, estando allí orando, sufrieron la humillación, el desprecio...?
Hay una cuestión en la que me ha hecho reflexionar la frase de un ateo francés, Albert Camus, que encontré en una lectura hace unos días: “La honestidad consiste en juzgar a una doctrina por sus cimas, no por sus subproductos...”. Por el contexto de sus palabras, se refería a la fe cristiana.
Existen en nuestro tiempo muchas personas que siguen juzgando al cristianismo, a la Iglesia, por sus errores, fracasos y pecados únicamente; pero no prestan atención a sus “cimas”… Forma parte de la condición humana.
Hay un reto y compromiso para nosotros: ser capaces de convertirnos, en este momento que vivimos,  en “cimas”; a fin de que, tanto ahora como en la historia posterior que nos juzgue, podamos ser punto de referencia de honestidad, de fidelidad, de amor...
En las circunstancias que nos toca vivir, “nuestra vida será el testimonio más difícil, pero también el más auténtico”. Contamos con la ayuda del Señor. Y con su ejemplo.
También Él presintió el sufrimiento y tuvo miedo... Sin embargo, se sometió a la muerte. Una muerte que, incluso muchos creyentes, podemos considerar gratuita, innecesaria..., porque se hubiera podido evitar “con un manotazo de Dios sobre los hombres malvados”...Pero no es ese el proceder de Dios.

martes, 1 de febrero de 2011

Contemporizar...

Cuántas veces en visitas, reuniones y asambleas habrás oído esta palabra, dicha acaso por persona sesuda, como único remedio para resolver una cuestión o solucionar algún conflicto: - “¡Contempo-ricemos!”.
Y habrás visto también que, contemporizando, se cortan luchas, enemistades, trabajos y sacrificios. Seguramente, cuando otra vez oigas esta fatídica palabra, asentirás también exclamando: - “Eso es. ¡Contemporicemos!”.
Pero también sabes que las más de la veces contemporizar es la actitud del cobarde o del egoísta. Sólo cuando al no hacerlo pudieran nacer mayores males que los que se procura evitar, se debe transigir, contemporizar o, dicho más propiamente, aunque con un vocablo bastante “borde”, aguantarse.
Porque contemporizar en ese caso es conceder, es dar la razón al contrario cuando sobradamente sabemos que la razón y la verdad están de nuestra parte. Y es someterse a la sinrazón voluntariamente. Por lo que ese otro verbo aguantarse da idea de la indignidad, de la pateada rebeldía justificada ante una notoria injusticia. ¡Contemporizar...! Por hacerlo, los problemas recién nacidos toman proporciones aterradoras y lo que al principio pudo resolverse y reorientarse con un mínimo esfuerzo, necesita después un largo estudio y una energía extrema, si es que cabe el remedio.
En la vida de las personas, de las familias, de las instituciones, de la sociedad se da frecuentemente la violencia como instrumento para imponer lo que quiere el dictador de boca más grande, de voz más alta, de golpe más rabioso, de bolsa más llena. Y, por otra parte, en las personas, en las familias, en las instituciones y en la sociedad (¡miremos en nuestro interior y a nuestro alrededor!) se vive muchas veces en actitud de cobardía que hace callar primero y sucumbir después bajo la sinrazón de la fuerza bruta, del capricho, de la ideología.
Don Bosco repetía una frase tomada de alguien, pero que no sufría desdoro en sus labios: “El triunfo de los malos se debe a la cobardía de los buenos”. ¿Cómo va a hacernos posible nuestra cobardía que oigamos la voz que nos habla de deber, de sacrificio, de justicia, de sociabilidad, de caridad y amor cuando con sólo contemporizar con la corriente (“¡Si lo hacen todos!”), con la comodidad (“¡A mí que me dejen en paz!”), con la tranquilidad a todo trance (“¡Eso no va conmigo!”), con la vulgaridad (“¡Pues no veo que esté tan mal!”) si nos ahorramos disgustos y dinero? ¿Cómo vamos a elevar nuestra voz para señalar, condenar, exigir reparación si se dan errores, imposiciones, antojos y desafueros? 
¿Merecemos ser parte de una sociedad a la que no aportamos dignidad? 

miércoles, 19 de enero de 2011

¿Serán las hormigas nuestras maestras?


Jean-Henri Casimir Fabre (1823 -1915) fue un entomólogo francés. La pobreza de su familia no le impidió entregarse al estudio de los insectos hasta el punto de que se le considera “padre” de la entomología. Hasta Charles Darwin se inspiró en él para redactar sus últimos escritos. Fabre, audidacta, estudió paciente y apasionadamente  el comportamiento de los insectos. ¡Cuánto habría dado por conocer a la linepithema humile, una hormiga argentina, emigrante, llegada a Europa precisamente cuando él completaba su investigación y su vida!
Mide esa hormiga de 1,6 a 3,2 mm. De ahí su nombre: humilde. Y hoy forma la mayor colonia del mundo con millones de hormigueros a lo largo de 6.000 km que bordean las costas mediterráneas desde Génova hasta Galicia. ¡El poder de la inmigración en un siglo!
En su patria de origen las obreras de un hormiguero son muy agresivas con las de otros. Se tiran al cuello y llegan a acabar con la vecina casi siempre. Lo que Fabre no pudo hacer lo logró Laurent Keller, ecólogo suizo, hacia el año 2002 y encontró que entre las hormigas europeas por adopción no hay rechazo. Probó a “provocarlas” de dos en dos, tomadas de las costas italianas, francesas, españolas y portuguesas y nada. Se comportaban como hermanas o, al menos, como primas que se llevan bien. 

No van a ser las hormigas maestras nuestras. Pero algo pueden decirnos a nosotros que somos inteligentes, hombres de paz, demócratas (¿qué será eso?), tolerantes, maduros, comprensivos, acogedores, condescendientes… hasta que un “quítame allá esas pajas”  enciende en forma de tea ardiente el hervor de nuestra indignación.