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jueves, 4 de abril de 2013

Pasos.



Un buen amigo mío (y muchas cosas más) me está regalando estos días de Semana Santa las imágenes de las procesiones de su ciudad. Las veo, las miro y las vuelvo a mirar porque alimentan en mí los sentimientos que una procesión intenta despertar.
Repaso ahora y aquí esos sentimientos con una reflexión, común a todos los creyentes, porque comunicarse sentimientos y convicciones me parece que es una forma profunda de amar.    
Las imágenes que he tenido ocasión de contemplar (las imágenes religiosas se contemplan: si no se hace eso es inútil mirarlas) me resultan bellas a pesar de la dureza del dolor que vierten. La belleza y la hondura del dolor sólo la entiende quien ha sufrido porque ha amado. Un Cristo que espera la sentencia de muerte; o clavado en la cruz y entregando la vida; o muerto ya en ella, porque puso ya en las manos de su Padre lo que le quedaba, su Espíritu, es un tesoro de amor, de generosidad, de fortaleza, de fidelidad, de sabiduría, la más profunda sabiduría.
Alrededor de la imagen veo a personas de toda edad y condición en una actitud de limpio dolor y de adhesión sincera.
No dan la impresión de que haya en su presencia o en sus actitudes o en sus miradas nada de ficción teatral como pudiera hacer pensar el sayo que llevan. Están ahí porque necesitan sentirse solidarios con el dolor de Jesús, manifestarse con sencillez como amigos suyos, formar un grupo de personas que alimentan el sentido de pertenencia a un corriente viva y secular de fe.
La numerosa participación de adolescentes y jóvenes me hace gozar porque pienso que la urdimbre familiar en la que tejen su fe es sana, antigua, pertinaz, celosa. Y esto especialmente, cuando contemplamos el mundo en que se levantan tantos castillos de humo, alienta la esperanza de un futuro en el que el que es la Vida seguirá sosteniendo y orientando el camino de los creyentes.
¡Ojala los padres y los abuelos nutran con sabiduría y fortaleza el corazón y la cabeza de sus hijos y nietos! Harán de ellos personas juiciosas y conscientes que lleguen al final con un espíritu que entreguen felizmente al Padre.  

domingo, 10 de junio de 2012

¿Somos virutas?


Teófanes el Recluso (1815-1894), también conocido como Teófanes el Eremita, es un santo de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Su nombre era Gueórgui Vasílievich Góvorov. Y, como su padre, fue también sacerdote. Había sido antes hieromonje en el monasterio de Petcherky con el nombre de Teófanes. Fue obispo durante doce años, pero sintió nostalgia de su tiempo de monje y se retiró hasta su muerte al eremitorio de Vysha. Nos puede hacer bien meditar esta dura afirmación que hizo sobre el hombre: La mayor parte de los hombres son como virutas enroscadas alrededor del propio vacío.
Como es una reflexión de hondo calado a lo mejor nos resbala por la funda de nuestra honorable mente. Pero si la tomamos y la aplicamos con una pizca de valentía y sinceridad a nuestro enhiesto yo, puede que nos ayude a descubrir su verdad.     
¿No nos hemos sorprendido alguna vez mirándonos al espejo de lo que dicen de nosotros para aparecer como nos gusta que nos vean, aunque nos parezcamos muy poco a esa imagen del espejo de la fama? ¿No nos echamos a cuestas el ropón de la importancia porque nos cuesta descubrirnos sin importancia delante de los que nos miran a fondo?
Los cristianos tenemos en el misterio de la Eucaristía el antídoto contra ese raquitismo de virutas vacías. La fiesta del Corpus, a punto de celebrarse, no es una reliquia del pasado o un ejercicio devoto de fe. Es el fruto del amor de Quien vivió entre nosotros y ahora vive en nosotros para liberarnos de la corteza del propio yo y llenarnos de la grandeza de la entrega.
El mundo está enfermo de egoísmo. Se alimenta de egoísmos. Construye egoísmos. Hubo un grandioso dibujante, Giovanni Battista Piranesi, en el corazón del siglo XVIII, que tomaba el esquema de un viejo y suntuoso palacio clásico y lo convertía en un instrumento de tortura para sus imposibles habitantes.
Estamos haciendo la locura de que el ejemplo de la entrega total que realizó Jesús de Galilea nos parezca que es algo ajeno a ese instinto de encerrarnos en nosotros mismos, como la viruta de Teófanes y de asfixiarnos en nuestras propias y atormentadoras salas vacías y dominadas por el narcisismo. Está Cristo aquí, a nuestro lado, para convencernos de que vale la pena ser hombres capaces de amar y de que el engaño de querer proteger nuestra pobre existencia nos lleva a vivir abrazados a la nada.

viernes, 6 de abril de 2012

Hermano herido (J. Arregui)


Tomamos este texto del blog de José Arregui. Una buena lectura para una tarde de Viernes Santo... ¡Qué aproveche! (texto completo: clic aquí).

Va por el hermano herido. Va por ti, padre o madre sin trabajo al borde del suicidio, joven en paro y sin futuro (¡un joven sin futuro!, terrible confusión de mundo y de lenguaje). Va por ti, muchacha violada o mutilada en tu carne y en tu alma, anciano abandonado con la sonrisa ya perdida. Y por vosotros, todos los amores traicionados. Va por ti, pobre niño soldado doblemente pobre, y vosotras, muchedumbres hambrientas que los grandes poderes asesinan cada día sin rastro de mala conciencia, sin que nadie pida perdón ni exija reparación. Dejadme que bese todas vuestras lágrimas, pues son la esencia más sagrada de esta tierra herida.
Va por ti, Jesús de Nazaret, Hermano Herido. Déjanos sumarnos hoy a esa confusa multitud de Jerusalén que te aclama con sus palmas de olivo o de laurel, con su voz rasgada o su silencio desnudo, con su ira contenida o su esperanza incierta. Ellos con todas sus heridas, y todos nosotros con las nuestras. Tú eras entonces joven y fuerte, Jesús. Eras tierno y valeroso. Parecías intacto en tu cuerpo y en tu alma, pero ninguna herida te era ajena. Eras como aquel buen samaritano de tu parábola, que los sacerdotes y los levitas del templo a quienes habías ofendido con ella, y muchos escribas a quienes habías provocado, te la tenían guardada.
Tus ojos. Tus ojos lo habían observado todo muy de cerca: la desesperación de los campesinos despojados de sus tierras, la miseria de los pescadores del rico lago de Galilea, el desaliento de los jornaleros esperando en la plaza de las aldeas, la humillación de las mujeres, el llanto de los niños (¡qué tsunami el llanto de un niño!), la dictadura de los impuestos, el yugo de las deudas impagables, la desdicha de los leprosos a las afueras de todo, el dolor de los enfermos al borde de los caminos. Y la prepotencia del prefecto romano, la sombría altivez del Sumo Sacerdote, la codicia de los terratenientes, los abusos de los soldados. Y la dureza implacable de los justos sin bondad. Y la sangre derramada de los animales y el dinero sustraído a los pobres que sostenían el templo. Así era aquel mundo en que viviste, tan semejante al nuestro, y tus ojos lo vieron todo, junto con la belleza de los campos, el vuelo de los pájaros y el brillo de los ojos.
Tu corazón. Tu corazón sensible y fuerte, tu corazón palpitante. Donde había alegría, te alegrabas. Donde había pasión, padecías sin desmoronarte. Nunca te evadiste, nunca diste un rodeo para no encontrarte con el herido del camino. Tuviste compasión de la gente hambrienta, del ciego de Jericó, del leproso impuro. ¡Gracias, Jesús, en su nombre y en el nuestro! No te imagino como un hombre perfecto, pero eras compasivo. Y nunca temiste ser contaminado por los leprosos y los “pecadores”, tal vez porque no eras perfecto. Pero ¿qué perfección necesita este mundo si no es la dulce compasión con todo lo imperfecto y con todo lo herido? ¡Gracias, Jesús, por ser como fuiste!

viernes, 16 de marzo de 2012

Todo es amor.


La Historia es un amasijo de amor: mezcla de amores y amor, del amor y de sucedáneos, de realidad y apariencias, de intentos y triunfos, de fracasos y de victoria, de odio y de amor. No ha habido más, no hay más, no habrá nunca más.
Pero lo maravilloso es que en medio de ese amasijo se mueve, impetuoso y definitivamente triunfante, el fuego del amor de Dios. Lo hace de un modo humilde, casi insospechado, oculto, respetuoso con la libertad del hombre.
La eucaristía es la primera escena del último acto del amor de Dios a los hombres con su Hijo antes de su muerte. La segunda es la entrega en la cruz. Son dos hechos inimaginables: los hombres matan a Dios y, antes de eso, Dios hecho nuestro, hecho nosotros, parte y nos entrega su cuerpo y su sangre para hacernos más él, para hacernos solidarios con él en la expiación de los pecados de todos los hombres.
Lo que nos pasa día a día es que "... no sabemos lo que hacemos". La histeria, que parece ser dueña del mundo y de nuestros deseos, nos zarandea en gestos convulsos con los que arañamos, herimos, sajamos, apuñalamos, rompemos, violamos, pisoteamos la carne de nuestros hermanos (¿hermanos?). Y su espíritu.
Tomar el propio cuerpo, partirlo, entregarlo como alimento diario pertenece a esa cadena invisible y misteriosa del incomprensible Amor de Dios a cada uno de los hombres, elegido y amado. Tomar la propia sangre, la vida, para que sea alianza nueva y definitiva con Dios es la misión que nos ha dejado Jesús.
Recrea el alma leer el texto de una vieja y preciosa expresión litúrgica del siglo VI de la Iglesia siro-oriental: "Tú, Dios, ser a cuyo poder nadie resiste. Tú eres uno, sólo tú, naturaleza santa y sustancia adorable. Tú que eres como sólo tú eres; y que cómo eres, nadie lo sabe. Tu, cuyo nombre es estupor; y tu memoria es temblor; y maravilla es la narración sobre ti;  y temor es la historia de tu sustancia...".
Y sigue recordando los gestos del feliz festín al que nos invita cada día: "... Y cuando ya estaba dispuesto para ser elevado de nuestra región y ser trasladado a la región de los espirituales, de la que descendió, dejó en nuestras manos la prenda de su cuerpo santo, para estar más cerca de nosotros por medio de su cuerpo; y mezclarse en todo tiempo en nosotros por medio de su poder.... Nos dejó este misterio terrible y nos confió un ejemplo para que, como hizo, hagamos fielmente y vivamos por medio de sus misterios".

viernes, 30 de diciembre de 2011

San Gimignano.


San Gimignano a la hora de la siesta 
Quien viaja de Siena a Florencia por la apacible, hermosa, acogedora, artista Toscana y a igual distancia de esas dos preciosas ciudades, descubre a la izquierda, en una colina elevada (y si no hay niebla, tan bonita y tan espesa como la de la Toscana), una ciudad amurallada de sueño: San Gimignano. Y si tiene tiempo y se desvía a la izquierda, como queda dicho, a la altura de Poggibonsi, puede encontrarse en medio de las altas torres que dan a San Gimignano su carácter propio y, creo, exclusivo. Tiene otros atractivos este viejo y casi misterioso lugar, asentamiento etrusco primero y romano más tarde. Pero lo que le ha dado carácter fue el fruto del tesón de algunos de sus habitantes, los nobles que lo habitaban en el siglo XII, que contendían en nobleza y apariencia y que levantaron en sus moradas (no podemos llamarlas simplemente “casas”) su propia torre, más alta que la del vecino, ¡claro está! Se conservan 15 de las 72 que parece que tuvo. 
La UNESCO, que anda a la caza de cosas y lugares donde colocar sus distinciones, declaró a San Gimignano, hace poco más de veinte años, Patrimonio de la Humanidad.   
¿Nos valen esta historia y estos pujos para mirarnos a nosotros mismos, mirar a los vecinos y mirar, sobre todo, a nuestros hijos? Sería pueril que nuestras vidas estuviesen movidas por el “¡Pues yo, más!” que tanto nos condiciona, generalmente, … ¡para ser menos!. Porque esa expresión, esa actitud interior, nace de la inmadura pretensión de aparecer, de parecer que, por ser máscara de la vida, suele ocultar el vacío interior que tan poco suele preocupar a los que andan locos por adornar el escaparate. “¡Yo no sé parecer…!”, decía Hamlet a Gertrudis, su madre. Hay quienes se alimentan de parecer. Y enflaquecen en el nervio interior del “ser”.
Pero puede haber otra mirada, no más benévola sino más exigente, al contemplar las altas torres de san Gimignano, que es la del estímulo, la emulación. Cuando un protagonista de la Historia (¡lo somos todos!) mira a su alrededor y descubre la grandeza de un obrero, la nobleza de una madre, la dignidad de un servidor público, los notables logros de un tesonero estudiante, la belleza de un paralítico que sonríe y agradece, la sonrisa de un paciente enfermo sin remedio… está estudiando y aprendiendo, si la entiende, la alta lección de ascender en la verdadera aristocracia, la interior.
¡Qué hermoso sería poder contemplar y vivir en medio de un bosque de torres no cerradas en sí mismas y alimentadas de envidia y acechanza, sino levantadas a costa de esfuerzo, sacrificio, entrega, solidaridad y amor! No sería utopía. Sería simple y sublime realidad de la que es capaz el ser humano, investido del Soplo divino.