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sábado, 15 de junio de 2013

Chinchar.



Al pasear la mirada por el inquieto mundo en que vivimos, no puedo dejar de observar que hay muchos conciudadanos míos (¡y conciudadanas mías!) cuya ocupación más frecuente, si no es profesión perpetua, es chinchar. Como no estaba yo en el dominio del contenido de ese término tan sonoro y expresivo (¡chinchar!), he recurrido al DRAE (ya sabes: Diccionario de la Real Academia Española). Y entre otros servicios a mi ignorancia me enseña que chinchar equivale a “matar, desazonar o incomodar a alguien con necedades y pesadeces, extinguir o apagar, especialmente el fuego o la luz, herir y llagar, quitar la fuerza, apagar el brillo, estrechar, reñir, pelear, violentar, acabar con alguien, extinguir, aniquilar...”. Y ya sabes, chinchar es, además y por encima de todo, lo que hacen las chinches, “quemarte” la sangre.
Seguramente es muy interesante y agobiante analizar la existencia (si siguen con vida) de las personas o instituciones que sufren ese ataque. Tal vez piensen que no vale la pena seguir viviendo una muerte de acoso por pretender hacer el bien y hacerlo bien. Que el derecho a la libertad propia no es tan fuerte como el de la ajena. Que no cabe hacer un camino para el que tú fijas la meta. Que la convivencia no se eleva sobre la base igualitaria del mutuo respeto. Que eso de los jueces, los tribunales y la justicia es una milonga improductiva. Que las elecciones no son para encauzar los propios puntos de vista por un sistema democrático (imperfecto, sí, pero democrático) sino para prepararse para el ejercicio arbitrario del derribo.           
Pero mucho más interesante desde el punto de vista profiláctico, más triste desde el social y más aterrador desde el demográfico es estudiar el corazón y la cabeza de los profesionales del “chinchar” en cualquiera de sus formas. ¿Nacieron con el corazón herido? ¿Mamaron vinagre? ¿Está programada su locomoción para acudir donde hay carne que morder? ¿Frecuentaron la escuela del profesor Talión? ¿Creen que sólo en la violencia está el acierto, la nobleza, la dignidad, la justicia?

miércoles, 29 de agosto de 2012

La acera.


Aceras en Pompeya.

No está de menos – ni de más - recurrir al DRAE (Diccionario de la Real Academia Española) para saber o, mejor, para precisar qué es una acera. Esto dice el DRAE: Orilla de la calle o de otra vía pública, generalmente enlosada, sita junto al paramento de las casas, y particularmente destinada para el tránsito de la gente que va a pie.
Me pasa (a mí, pero a lo mejor también a otras personas) que voy por la acera (se suele decir “por la calle”, pero pienso que lo que hago es ir por su orilla, que no sé si es de la calle o del paramento de las casas) pensando: estas personas que encuentro ¿saben lo que es una acera y para qué sirve?
Bajo de la acera (mirando a la izquierda por si viene un coche) para no turbar la apacible con-tertulia que la ocupa totalmente: son tres amigas, un cochecito con un tierno bebé y dos adheridos… Y no es correcto impedir que se expresen con libertad en el lugar de su afortunado encuentro: “¡Cuánto tiempo sin veros!”. “¿Sabes lo que le pasó ayer a…?”.  
Me cruzo con personas que llevan bien clara en el rostro la noticia de que tienen carné de conducir (¡con todos sus puntos!). Y van por la izquierda. ¿Serán ingleses? Pero, también en la cara se ve claramente que les gusta la tortilla de patatas, el jamón de pata negra, el rabo de toro y los toros en la plaza.     
Pero sería demasiado ramplón quedarse en la acera de la vida sin lanzarse a la vorágine de la calle. ¡Y a ella vamos! Porque lo que quiero señalar (¿te pasa lo mismo o, al menos, un poco de lo mismo?) es que no es infrecuente encontrarse en ella con personajes que critican todo “de oficio”, con otros que preguntan con aire de código, no sé si moral, civil o penal,  si no habría sido mejor hacer eso o aquello de otro modo, con censores que reprochan (uno lo era tanto que le llamaban Don Reproche) cualquier minucia o error en tu frágil mundo de decisiones, no sé si porque no les gusta nada que no sea lo que ellos piensan o hacen o porque tienen envidia de no haberlo hecho ellos.
Pero los peores son los que no te dejan ser tú mismo, respirar como piden tus pulmones, alegrarte por el canto de un gorrión, sonreír porque por fin llega la lluvia o el sol o el calor o el frío.
¡A tapar la calle, que no pase nadie…! cantaban las niñas de mi niñez. Y yo sigo con ganas de que me dejen que las aceras de la vida estén destinadas realmente, no a llenarse de tapones humanos ni de vetos ideológicos, sino para el tránsito de la gente que va a pie.

sábado, 30 de junio de 2012

Budapest.


Corona, espada y mundo (San Esteban: año 1000)

Toda persona que viaja o quiere viajar sabe que Budapest es la capital de Hungría. Y aunque parezca que una ciudad puede decirnos poco para alentar nuestro intento de mejorar el mundo (este pequeño mundo que se nos ha confiado), vamos a ello.  
Hasta 1873 Budapest no era Budapest. Había una ciudad llamada Buda en la orilla derecha del gran Danubio. Que todas las mañanas saludaba desde lejos y por encima de las aguas del río azul a otra ciudad de la margen izquierda que se llamaba Pest.  Y se gustaban tanto que aquel año decidieron convertirse en una sola y preciosa ciudad, la “perla del Danubio”.
Esa es la primera lección. No es la única ciudad que la da: por ejemplo, Nueva York con el Hudson, se hizo una cuando, en 1898, Brooklyn se unió a Manhattan… Y desde mucho antes (¡en 330!) Constantinopla, a pesar del Cuerno de Oro y del Bósforo, es una sola ciudad. Y nosotros, ¡a la gresca de la división!, ¡a la pesca de mi parcelita!
Parece que el nombre de Buda, en antiquísima lengua local, significa (con mucha razón: basta asomarse al Danubio)”agua”. Y Pest, en eslavo, es “horno”. ¡Qué buen consorcio: agua y fuego!
Y esa es la segunda buena lección: la vecindad de los extremos no es necesariamente un mal. La cercanía de la Fuerza y la Ternura engendra amor. Basta ver de qué modo el Sol y el Mar provocan juntos el choque y la quietud vitales de la playa.   
La tercera puede tomarse en la contemplación de su historia. Budapest (Óbuda) fue primero celta, después romana (Aquincum), deshecha por los vándalos, ocupada por los mongoles, convertida por algún tiempo en suya por los otomanos, siguió siendo magyar en su corazón. San Esteban, su primer rey, le dio un alma que pudo volar por encima de los avatares de casi mil años para que sea hoy un modelo de libertad, laboriosidad,  arte, cultura, equilibrio y sensatez.

lunes, 9 de abril de 2012

La Toba.


El embalse de Alcorlo, joven, bello y educado.

Todos conocéis La Toba, esa pequeña población (115 habitantes) cercana al río  Bornova y guardiana de la memoria del pueblo de Alcorlo, que cedió heroicamente su nombre al embalse que hoy lo anega.  Y lo conocéis probablemente porque está en boga desde que se lanzó a los aires de los “medios” su sensata Ordenanza municipal reguladora del civismo y del uso del los edificios y recintos públicos de La Toba, enriquecida con el Plan de promoción de hábitos de cortesía y de valores y habilidades sociales.
Su joven alcalde, licenciado en Ciencias Políticas, sin duda ilustrísimo, Julián Atienza García, ha creído oportuno proponerla a la vida común. He escrito ilustrísimo, sin la más mínima ironía, porque su gesto le hace acreedor a ese título y al de sensato (¡hay tan pocos!), equilibrado, ponderado, inteligente, práctico y realista.      
Recuerda a todos (tal vez más a los más jóvenes que no han tenido todavía ocasión de escuchar y aprender) que deben conducirse en el pueblo con la corrección que les haga dignos de ser conciudadanos. Porque no basta con haber nacido en un lugar y vivir en él si no se sabe convivir. Y la convivencia es una exigencia de la naturaleza humana. ¡Humana! No se supone que en la sociedad de los hombres figuren sujetos porcunos, por poner un ejemplo. Y un ejemplo bien traído, porque tal vez sean esos seres (seres, sí, porque lo son) los que más se acercan a los que con su conducta, actitud, gesto, talante, porte y maneras (por muy generosos que se presenten en la mesa, una vez bien adobados) puedan hacer feliz la convivencia mientras viven.
¿Y por qué ve necesaria el alcalde de La Toba esa ordenanza? Porque en los cimientos de la educación de sus habitantes (seguramente sólo de unos pocos) ha faltado una madre que con su cariño, su poder persuasivo, su constancia, su exigencia, su convicción invencible haya hecho saber (y haya logrado que lo sabido se haya convertido en vida) que ciertas cosas no se hacen. Al menos en público (hay en la intimidad de la persona determinadas “expansiones” que son necesariamente naturales  y, por tanto, naturalmente necesarias) que no trascienden el umbral de lo privado.
Los altos objetivos que los padres exigen insistentemente a sus hijos (”Sé honrado”, “Respeta a los demás”, “Hazte merecedor del aprecio de todos”. “Prepárate para ganarte el cocido el día de mañana”, “Estudia”…) deben acompañarse con normas, recuerdos y consejos menudos como los que figuran en la Ordenanza de La Toba. Y que deben repetirse una y otra vez, con argumentos inteligentes, hasta que el hijo quede convencido de que “mi madre tiene razón”, “soy mejor amigo si hago lo que me dice”, “la gente me aprecia más desde que he empezado a tener en cuenta los preceptos de mi madre”, “me siento más contento”, “me veo más yo mismo”…
Y, naturalmente, las madres deben ser educadoras que sepan lo que hay que insinuar, inculcar, exigir o prohibir en la marcha de sus hijos.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Defender al débil.


La habitación que me asignaron estaba en un segundo piso. Y me acosté pronto. De modo que cuando, a medianoche, me despertó un alboroto de la calle, creí que ya era hora de levantarme. No lo era. Pero me levanté. Porque el alboroto se mantenía en todo su vigor, pero de un modo alternado entre voces de protesta y silencios casi absolutos. Voces de mujeres. Y como eran ya las doce y media, me levantó la curiosidad. Y me asomé medio dormido a la ventana.
Lo que vi me resultó extraño: un coro de unas ocho mujeres rodeaba el cuerpo de un hombre que yacía, inmóvil, en el suelo, junto a un furgón de la policía municipal. Dos policías estaban en el centro del cuadro junto al varón doliente. Y me preguntaba por qué no lo recogían para llevarlo a la Casa de Socorro o a una Urgencia de alguna clínica. Les debí de transmitir el pensamiento, porque se agacharon como para levantarlo o incorporarlo y llevarlo a seguro. Pero apenas iniciaron aquel lógico y compasivo intento, el hombre empezó a agitarse como de epilepsia y las mujeres volvieron a su protesta alborotada. Y así por tres veces en poco tiempo, de modo que me retiré de mi punto de observación e intenté volver al sueño.         
A día siguiente leí en un diario: “Un experto del tirón salió corriendo con el bolso que había arrancado de las manos a una señora en la calle…”.  Se añadía que, “identificado, había sido detenido por la Policía…”. Mi reflexión se clavó en el hecho de que un grupo de mujeres estaba defendiendo de la Justicia a un delincuente.
Es instintiva la tendencia a compadecerse del débil. Y es admirable. Pero no siempre caemos en que ciertas compasiones pueden ir contra la justicia, la conveniencia, el deber, la exigencia, el orden, la equidad, el reparto justo, la solidaridad... Podéis poner ejemplos vosotros. Serán sin duda más numerosos y más acertados que los míos. Pero ahí van. ¿Por qué se ha de dar una beca para estudios universitarios a un muchacho que no da golpe, que es un vago, que no tiene cabeza ni ganas ni voluntad para someterse a la seriedad y exigencia de estudios superiores? ¿Por qué tengo que ayudar a un primo mío a que triunfe en el arte si no es artista ni va a dejar nunca de ser un caradura? ¿Por qué tengo que apoyar con eso que llaman “dinero público” a una jarca de cantamañanas que lo único que han hecho en la vida y en la historia es chupar del bote y armar jaleo? ¿Por qué tengo que confiar la salud y la existencia de los ciudadanos de tal ciudad que acuden a los servicios de un mal llamado médico que hizo su carrera a trancas y barrancas y está ahí porque le colocó su tío, el eminente político? ¿Por qué me hacen votar a un candidato que ha hecho de la política su pesebre porque no ha valido para otra cosa que ser “importante” de pacotilla? ¿Por qué apoyo al que se ha convertido en repartidor de prebendas a costa de comprar con ellas la benevolencia de los dictadorzuelos de la “lista”? ¿Por qué tengo que aguantar a instituciones, sociedades, grupos y foros que se sostienen sólo porque han logrado hacer bien su “teatro”? ¿Qué sentido tiene subvencionar a entidades que no retribuyen absolutamente nada al conjunto social, de cuyos bolsillos sale esa ayuda?   

lunes, 27 de febrero de 2012

Chinches.


Me contó mi amigo Pepe que con otro suyo tuvo que viajar hace años a una capital europea. Recuerdo cuál era, pero por miedo a represalias, no lo digo. Y al llegar la hora oportuna se desearon buena noche y se fueron a acostar. Pasado algún tiempo, cuando mi amigo ya había pasado la etapa MOR de su sueño o la que fuese, se despertó porque creía oír voces. Aguzó el oído y oyó claramente la voz de su amigo que gritaba: “¡Pepe, que me llevan!”.
Ante el evidente secuestro de su amigo que se estaba cometiendo en lengua extranjera, se lanzó de la cama dispuesto a dar la vida para salvarlo. Entró dispuesto a todo en la habitación contigua y descubrió al infeliz ahuyentando chinches y repitiendo una y otra vez. “¡Mira, mira, mira! ¡Vámonos!”.  
El Cimex Lectularius (o “la Cimex”, porque los hay de los dos sexos, claro) es un insecto singular. Tiene costumbres nocturnas, como saben mis lectores más añosos, y sale en la oscuridad a emborracharse de sangre humana donde le dejan. Descubre por el CO2, dicen, a la víctima y lanzándose desde el techo si es necesario y con dos trompetillas que lleva en su hocico, entra al ataque en la despensa de su subsistencia. Con una de ellas extrae el alimento, mientras que con la otra inocula un anticoagulante y un anestésico para que no le interrumpan en su actividad.
Chinches hay en todas partes y en todos los grupos, animales y humanos. Son esos de los que solemos decir: “¡Me está quemando la sangre!”. O una expresión equivalente más sonora que esa. Me gusta observar a la gente. Y supongo que alguno, despistado, también me observa a mí. Y observando, observando me parece haber constatado las causas por las que los chinches sociales lo son. Como mi observación es, sin duda, muy reducida, me gustaría que alguno de mis lectores me ayudase con sus conclusiones a enriquecer mi cuadro.    
Hay chinches de nacimiento: han nacido, parece ser, para picar. Lo hacen como respirar, es decir, sin darse cuenta. Son los que critican todo, lo saben todo, corrigen todo, son los primeros en saber todo… Han nacido dictadores. Y usan el rebenque para hacer sentir quién lleva el látigo. Hay chinches en las familias, entre hermanos, en las pandillas, en las clases, en las agrupaciones de cualquier tipo. O han nacido chistosos. Y gozan con que les rían sus picotazos. Hasta puede ser alguno de estos sea ingenioso: estos no tienen cura, porque viven y perviven sin enterarse de que sus gracias tiene una sal que quema.
Hay chinches amargados. En el mundo del trabajo, en las relaciones sociales, intelectuales, comerciales… ¡y deportivas! Les fue mal aquello y se han envenenado para siempre y envenenan el aire con sus censuras, sus repulsas, sus anatemas…       
Hay chinches…
¿Hay remedio? ¡Claro que hay remedio! Un padre y una madre ecuánimes, justos, de mirada amplia, de afecto cálido, de humor templado, de comentario equilibrado, de trato amable producen hijos como ellos. Y si se dan cuenta de que alguno, desde la niñez, asoma su dardo afilado, saben acompañarlo sabiamente en la reflexión sobre la inoportunidad de lo dicho o lo injusto de lo comentado, sobre la grandeza de apreciar, el placer de comprender y la necesidad de respetar.