Iba yo pidiendo, de puerta en puerta, por el camino de la aldea, cuando tu carro de oro apareció a lo lejos, como un sueño magnífico. Y yo me preguntaba, maravillado quién sería aquel Rey de reyes. Mis esperanzas volaron hasta el cielo, y pensé que mis días malos se habían acabado. Y me quedé aguardando limosnas espontáneas, tesoros derramados por el polvo.
La carroza se paró a mi lado. Me miraste y bajaste sonriendo. Sentí que la felicidad de la vida me había llegado al fin. Y de pronto tú me tendiste tu diestra diciéndome: “¿Puedes darme alguna cosa?”.
¡Ah, qué ocurrencia la de tu realeza! ¡Pedirle a un mendigo! Yo estaba confuso y no sabía qué hacer. Luego saqué despacio de mi saco un granito de trigo, y te lo di.
Pero qué sorpresa la mía cuando, al vaciar por la tarde mi saco en el suelo, encontré un granito de oro en la miseria del montón. ¡Qué amargamente lloré de no haber tenido corazón para dárteme todo!
Pero qué sorpresa la mía cuando, al vaciar por la tarde mi saco en el suelo, encontré un granito de oro en la miseria del montón. ¡Qué amargamente lloré de no haber tenido corazón para dárteme todo!
Este poema (el 50 de los 103 de Gitangali, que publicó en 1912 Rabindranatn Tagore - 1861-1941 -, poeta, pintor, dramaturgo, músico, novelista... como muchos de sus trece hermanos) refleja nuestra tragedia: vamos llenando la vida de pasos vacíos, de puerta en puerta, por la aldea de nuestra mendicidad, pidiendo, sin sueños ni esperanzas.
Y no acertamos a descubrir que es a nosotros a los que se nos pide que demos. Y que crecemos cuando damos. Y que nos hacemos gigantes cuando nos damos. Las últimas palabras del poema de Tagore lo explican bien. Al final viene el llanto. Cuando seguramente no nos habría costado lágrimas haber derramado en las manos de aquel Rey de Reyes toda nuestra cosecha. ¿No me animaba a ello que hubiese bajado hasta mí y me sonriese de aquel modo? ¿No había en su mano tendida hacia mí el encanto misterioso del que ama y necesita ser amado?
“No tuve corazón”. Tenemos huchas, cajas fuertes, arcas, ladroneras, cofres… y contemplamos, arrodillados en el suelo, el brillo dorado de nuestro ahorro. No es adoración, pero…casi sí. ¡Cuánto me ha costado llegar hasta donde he llegado! ¡Cuánto esfuerzo para convertirme en el hombre importante que soy! ¡Qué acierto en no haber gastado inútilmente la cosecha de mis sudores! ¡No me importa no tener corazón, pero… no vivo en un mundo en el que los demás lo tengan muy en cuenta!
Y si me cuesta dar, ¿cómo voy a saber lo que es darse? ¿Y darse todo? ¿Quién hace eso hoy?
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