Alguna vez que nos hemos acercado a una persona que sufre, sobre todo cuando sufre por un mal profundo del espíritu, cuando desaparece de su vida un ser al que quiere, hemos oído: “¡No quiero compasión!”.
Hay un refrán que dice “ojos que no ven, corazón que no siente”. Yo había meditado muchas veces sobre el dolor de Cristo al caer bajo el peso de la cruz. Pero ese dolor nunca fue tan fuerte como el que sentí una mañana de invierno en que vi a un hombre joven y hermoso, pobremente vestido, cruzar la calle de la mano de su hijito. El hombre resbaló y cayó al suelo de una manera aparatosa. Entonces sentí como que aquel hombre era la figura del propio Cristo y todo el dolor, la humillación que él debió sentir la sentí yo como una meditación religiosa con doble sentido. El sufrimiento por aquel hombre y el pensar en el sufrimiento de Jesús al caer con la cruz a cuestas.
Compadecer es el sentimiento más profundo hacia otro: es participar de lo más profundo de la vida: el sufrimiento.
Es verdad que si la compasión son sólo palabras o sólo cumplimiento se presenta como una irrisión y la respuesta justa es “¡Tú qué vas a sentir!”. Pero cuando conocemos a la persona que se nos acerca con un silencio entrañable, con un abrazo sincero, debemos aceptar su gesto como la parte de fuerza que nos ha abandonado en el momento del golpe.
Debemos recordar sus miradas de amistad y sus actitudes de cariño sincero. No todo es fingimiento en la sociedad en que vivimos. No todos los que nos dicen que nos quieren mucho mienten al decirlo.
¿Por qué recibimos con agrado y agradecimiento cuando aciertan con un regalo que nos hacen (y con protestas: “¿Por qué te has molestado?”) y no somos capaces de aceptar el regalo más acertado, más profundo y sincero como es el de querer hacer verdad la definición que de la amistad hacía el poeta Horacio: “¡Mitad de mi alma!”.
¡Cuánto nos cuesta amar de verdad! Pero también ¡cuánto nos cuesta dejar que nos quieran!
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