sábado, 15 de junio de 2013

Chinchar.



Al pasear la mirada por el inquieto mundo en que vivimos, no puedo dejar de observar que hay muchos conciudadanos míos (¡y conciudadanas mías!) cuya ocupación más frecuente, si no es profesión perpetua, es chinchar. Como no estaba yo en el dominio del contenido de ese término tan sonoro y expresivo (¡chinchar!), he recurrido al DRAE (ya sabes: Diccionario de la Real Academia Española). Y entre otros servicios a mi ignorancia me enseña que chinchar equivale a “matar, desazonar o incomodar a alguien con necedades y pesadeces, extinguir o apagar, especialmente el fuego o la luz, herir y llagar, quitar la fuerza, apagar el brillo, estrechar, reñir, pelear, violentar, acabar con alguien, extinguir, aniquilar...”. Y ya sabes, chinchar es, además y por encima de todo, lo que hacen las chinches, “quemarte” la sangre.
Seguramente es muy interesante y agobiante analizar la existencia (si siguen con vida) de las personas o instituciones que sufren ese ataque. Tal vez piensen que no vale la pena seguir viviendo una muerte de acoso por pretender hacer el bien y hacerlo bien. Que el derecho a la libertad propia no es tan fuerte como el de la ajena. Que no cabe hacer un camino para el que tú fijas la meta. Que la convivencia no se eleva sobre la base igualitaria del mutuo respeto. Que eso de los jueces, los tribunales y la justicia es una milonga improductiva. Que las elecciones no son para encauzar los propios puntos de vista por un sistema democrático (imperfecto, sí, pero democrático) sino para prepararse para el ejercicio arbitrario del derribo.           
Pero mucho más interesante desde el punto de vista profiláctico, más triste desde el social y más aterrador desde el demográfico es estudiar el corazón y la cabeza de los profesionales del “chinchar” en cualquiera de sus formas. ¿Nacieron con el corazón herido? ¿Mamaron vinagre? ¿Está programada su locomoción para acudir donde hay carne que morder? ¿Frecuentaron la escuela del profesor Talión? ¿Creen que sólo en la violencia está el acierto, la nobleza, la dignidad, la justicia?

lunes, 10 de junio de 2013

Tambora.



Se recuerda en las biografía de Don Bosco que los años 1816 y siguientes fueron de una pobreza extrema en las cosechas. A aquel año se le llamó “el año sin verano”.   En Europa, sumida en el frío, no hubo vino, ni trigo, ni fruta; y la nieve caída era amarilla. Hasta 1819 el tifus hizo estragos. Y el hambre fue tal que en Suiza se recurrió a comer musgo.
El 10 de abril de 1815 el volcán Tambora de la isla Sumbawa, en el Cinturón de Fuego de las ilsas de la Sonda, empezó a lanzar al espacio, calculan los expertos, 160 kilómetros cúbicos de cenizas. En Indonesia, siguen calculando, murieron 12.000 personas víctimas directas de la explosión y cerca de 50.000 por las consecuencias de la misma a lo largo de 1816: enfermedades, epidemias, intoxicación hambre...
Kart Drais, un alemán, inventó ese año la draisina, para ahorrar el forraje de los caballos. Mary Shelley, esposa del poeta Percy Bysshe, recluidos en casa por el frío, inventó a Frankestein. Y John Polidori escribió El Vampiro. Hasta hay quien afirma que los cielos rojos de William Turner nacieron entonces.
La coincidencia de estos hechos con el nacimiento de San Juan Bosco hace pensar en algo tan lógico como la expansión de los efectos de un fenómeno que debería quedar restringido en su lugar de origen. Y sin embargo, sabemos que no: un simple gesto inadecuado en el trato de un padre con su hijo puede provocar en este un efecto devastador. Y el rasgo de un hombre de corazón grande que acoge a un muchacho que no tiene casa ni familia, provoca para el futuro la explosión del amor hacia los abatidos en forma de bondad y educación.

miércoles, 5 de junio de 2013

Ortografía.



Ruperto Chapí Lorente (1851 Villena – 1909 Madrid) nació en un hogar en el que se respiraba música. A los 9 años tocaba en la banda Música Nueva de su ciudad. A los 12 compuso su primera obra sinfónica: Un día entre bosques. En Madrid desde los 16, tuvo ocasión de aprender de grandes maestros y orientar su vida hacia la composición. Aunque durante algún formó parte de la orquesta del Circo Price porque, a los 19 años, necesitaba fondos para seguir sus estudios.
Sorprende saber que a lo largo de sus 58 años de vida compuso 160 obras: 8 óperas, algunas operetas y composiciones orquestales y, sobre todo, zarzuelas de las que, sin duda, conoces algunas. Vale la pena. Fue un maestro en ello.
Todo lo anterior es una lección de responsabilidad, tenacidad, entrega al cultivo del arte, entusiasmo y perseverancia. Si a esto se añade que fue el fundador de la SGAE (¿te suena?). Una gran lección para las familias que creen que se cosecha donde no se ha sembrado.
Pero hablamos hoy de una de sus zarzuelas, un poco peculiar por su formato (¿o es una revista?), Ortografía, en un acto, que se estrenó en el teatro Eslava el último día de 1888.
Don Canone Valente Bomba da Silva, caballero portugués, llega a Madrid y quiere perfeccionar su español. Su profesor, el Guión, le asegura: «Yo voy a proponer a usted un nuevo sistema de enseñanza, de resultados brillantes, siendo al mismo tiempo recreativo y pintoresco, por el cual a la vez que nuestra ortografía, conocerá muchas de nuestras costumbres». Y desde los acentos agudos y esdrújulos hasta el brillante final de los símbolos tradicionales y patrióticos, Carlos Arniches y Gonzalo Cantó, los libretistas, despliegan sátiras sobre las cesantías, los chanchullos políticos o la invasión de barbarismos. Como hoy, ¡vamos!
Pero la habanera del coro de «los puntos suspensivos» es la que nos debe servir para una lección más cercana a nuestros silencios y a nuestros fracasos en la educación: «Somos puntos suspensivos, / nuestra misión es callar, / y decir con el silencio / más de lo que es regular. / Tenemos mucha malicia, / pero la tienen también / los que en las líneas de puntos / la intención de un toro ven... Nuestra picardía / hace presumir / lo que no se atreve / la pluma a escribir».

jueves, 30 de mayo de 2013

La Ley del Embudo.



Como sin duda recuerdas, en el “Tratado primero” de su autobiografía cuenta “Lazarillo de Tormes”: Mi  viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno de ellos, y vínose a vivir a la ciudad y alquiló una casilla y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas.
Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venía a nuestra casa y se iba a la mañana. Otras veces, de día llegaba a la puerta en achaque de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo, al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños a que nos calentábamos.
De manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre y a mí blancos y a él no, huía de él, con miedo, para mi madre, y, señalando con el dedo, decía: -¡Madre, coco! Respondió él riendo: -¡Hideputa! Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: «¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».
No es que yo afirme que el inventor de la Ley del embudo fuese el hermanico negro de Lázaro. Porque debe de ser el embudo tan natural que hasta un niño que empieza a hablar ya lo usa. Lo asombroso de una ley como esa (que debió de nacer con el primer ser vivo que nació) no es tanto que yo me conceda a mí lo ancho para dejar lo angosto al otro, sino que cuando lo hago no me entere de que estoy  cometiendo un fraude como si fuese lo más justo del mundo, de la vida y de la historia. 
Quiero decir que el que más chilla no es el que más trabaja, ni el que más pide el que más necesita, ni el que más reclama el que más derechos tiene, ni más blanco el que rechaza al negro. ¡Cuántos cocos andan sueltos de lengua y de pies por el mundo y llenan ese mundo que los aguanta - ¿hasta cuándo? – y que ponen negros a los que no son como ellos, o no les hacen caso porque conocen su bastardía!

sábado, 25 de mayo de 2013

Ser importante.



Me decía aquel muchachito impetuoso cuando le pregunté qué le gustaría ser de mayor: “Quiero ser un hombre importante”. Me dejó clavado y se acabó la conversación. Me arrepentí después de no haber seguido ahondando en aquel propósito tan rápido y tan tajante. Pero seguramente hice bien. Porque lo que me hubiese aclarado después ¿me habría descubierto un mundo interior rico y admirable? ¿O hubiera quedado decepcionado al comprobar que su sueño era aparecer, sobresalir, mirar por encima de los hombros a los que nunca más consideraría ya iguales?        
Me quedé recordando a Hamlet que a su madre Gertrudis, que le preguntaba por qué su dolor por la muerte de su padre parecía mayor que el de los demás, le respondía: “Yo no sé parecer”. Y que a Ofelia, más tarde, cuando comentaban lo rápidamente que se desvanecía la memoria de los que nos dejan, afirmaba: “Ya murió el caballito de palo y ya le olvidaron así que murió”. Shakespeare lo decía releyendo su epitafio: “For, O, for, O, y al caballito ya le olvidaron”.
Y, sin embargo, parece como si  nuestro empeño, nuestro supremo y constante empeño fuese hacernos notar. Se oye más nuestra voz que nuestro pensamiento. Se sienten más los golpes de nuestros puños que la ternura de nuestra mano. Destruímos más el Jericó de nuestros enemigos, multiplicados por todas partes con las trompetas de nuestra indignación, que construimos con el calor de nuestra cercanía la poquedad de los débiles y los pobres.    
“Los cristianos católicos y andantes caballeros - decía Don Quijote - más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en la regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza; la cual fama, por mucho que dure, en fin se ha de acabar con el mismo mundo, que tiene su fin sañalado; así,¡oh Sancho!, que nuestras obras no han de salir del límite que nos tiene puesto la religión cristiana, que profesamos. Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la pereza, con andar por todas partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros”.