Leí hace poco esta
afirmación de uno de los conductores de un grupo humano: “La libertad de expresión por encima de todo”. Me vino (y me sigue
viniendo) esta duda: ¿Sé que es libertad,
qué rostro, qué perfiles… tiene o debe tener? ¿Alcanzo a comprender qué
puede ser expresión? ¿Creo que estar por encima de alguien, de algo, de
los demás es un derecho del hombre? ¿Estoy seguro de la naturaleza del todo? Y sigo un poco aturdido (un poco es… un decir). Porque siempre
creí que libertad es (o era) una
situación condicionada. Que expresión
es manifestación humana o humanizada de un pensamiento, sentimiento, deseo,
propósito…; es decir, ajustada por las circunstancias. Que estar por encima es la meta de los tiranos. Y que todo es un misterio inimaginable,
imposible de abarcar.
Un ejemplo diáfano,
resultado de la afirmación que me permito expresar es la guerra. La guerra es
la expresión libre de uno mismo que busca aniquilar al otro. Se acabó. La gané
y me he expresado libremente por encima de la verdad, los derechos, la voz,
la vida, el todo de ese que me
estorbaba. El todo lo soy yo. Pero además de serlo gozo del derecho de estar
por encima del que no se doblega ante mi voluntad. La libertad que admito solo
es la mía. La expresión que uso es el camino que tengo para morder al otro
hasta desbaratarlo.
En la admirable y
difícil tarea de ayudar a un hijo, a un muchacho a modelar su personalidad, nos
encontramos con frecuencia con la dificultad de no saber, o no poder o no estar
decididos a entrar con la estima, el afecto y la luz en su “yo” más hondo. No
es imposible. Pero hay que aprender de los que lo son, a ser maestros de la
educación. A convencernos de que solo amando adecuadamente llegaremos a ello.