En 1628 se hundió el Vasa. Se construyó mal, dicen los entendidos; se botó peor, dicen los historiadores; y se hundió bien, muy bien, en su primer viaje, al escorar y llenarse de agua en la bahía, a dos millas (marinas, claro) de su “cuna”, los astilleros de Estocolmo. El rey Gustavo II Adolfo tenía prisa por verlo gloriosamente lucido por las aguas de todo el mundo y, sobre todo, por enfrentarlo a los polacos en la Guerra de los Treinta años. Al cabo de los siglos - en 1961 después de purgar su titanismo (¿recuerdan el Titanic?) en el limbo de sus 333 años de ostracismo submarino - se recuperó. Y ahí está en su Vasamuseet (el único barco que tiene un museo para él solo) de Estocolmo, luciendo su gloria de ser nave, su largo sabor a fango y su vergüenza de no haber servido nada más que para vergüenza del rey.
¿Conocen ustedes a hombres hundidos? ¿Han visto alguna vez a jóvenes reposando en el lodo? Casi siempre están así por culpa de sus constructores. Creyeron sus padres que bastaba con tener apariencia (como los 54 metros del Vasa), dos pies para pisar el mundo (como su corta manga de menos de 12 metros), amplia bambolla para sorber los vientos (como los 1.275 metros cuadrados de velamen), y más que suficiente fiereza para enfrentarse con quien fuese (como aquellos 64 cañones de bronce) y se encontraron con que una leve brisa los escoró en la vida y se llenaron del lastre de la muerte.
Hacer hombres es una tarea preciosa, una profesión sublime, un programa superior a cualquier otro de los que existen. ¿Pero cuántos responsables hay que entren en la dura escuela de formarse para ello? A medida que pasa el tiempo y se suceden las generaciones, las oleadas de padres improvisados son más numerosas. Y sus hijos, desarbolados o con heridas en su calado, ceden rápidamente y se convierten en despojos de un museo triste como es el de los sin-ganas, sin-ilusiones, sin-amor, sin-vida.