He salido a caballo esta mañana
cuando el sol en la tierra aparecía
e inundaba de luces la besana
que en rosados colores se teñía.
He ido a ver mis haciendas y mis prados
con el mismo entusiasmo y alborozo
con que un rey visitara sus estados.
Y al extender la vista sobre el llano
que llega de los montes hasta el río,
extendiendo la mano,
he gritado con ansia: -"Todo es mío.
Mías son esas mieses, que amarillas,
inclinan las cabezas
repletas de semillas,
que son germen de vida y de riquezas.
Míos son esos bosques seculares
de encinas y olivares
que se pierden allá en el horizonte:
y míos los ganados
que suben apiñados
por la verde ladera de aquel monte”.
Y de nuevo, con loco desvarío,
repetía con ansias: "Todo es mío."
…
El viejo capataz que me acompaña,
nacido en la cabaña
que los rudos pastores de mi padre
hicieron para abrigo en la montaña,
haciendo adelantar a su jumento,
interrumpe mi loco pensamiento:
“Todo lo que usted mira es de la hacienda.
Su padre la heredó, y hoy, mejorada,
a usted se la encomienda”.
Al escuchar aquella voz cascada,
voz a la de mi padre parecida,
cuando próximo ya a perder la vida
tendía a mí, su mano descarnada:
al mirar aquel rostro macilento,
que solo con hablar del amo, llora,
de mis torpes ideas me arrepiento.
“ No es mío, no. ¡Es nuestro!”,- exclamo ahora.
“¡Nuestros
campos!”, decía cuando hablaba
mi padre a sus gañanes.
“¿Qué tal van nuestras
mieses?”, preguntaba.
Hacíanse en el mismo horno los panes
y con la misma harina se amasaban.
Nuestro, nuestro. ¡Es verdad! ¿Qué hice yo acaso,
qué fatiga pasé, que gota encierra
del sudor de mis manos esta tierra,
esa fortuna que me sale al paso?
Nacer, haber nacido es mi derecho.
Poco título es para una herencia
cuando se tiene estrecha la conciencia
y un corazón cristiano esconde el pecho.
Y poniendo la mano
en la espalda fornida del anciano
y ocultando una lágrima furtiva,
le he dicho convencido,
con voz franca y sincera:
“Nuestra
hacienda el Señor ha bendecido...
Pero vamos arriba,
que nuestra
gente y nuestro hogar espera”.