O
suricatas, ya que su nombre científico es suricata
suricatta (¡un respeto!). Viven en el Sur de África (Namibia, Botsuana -desierto
de Kalahari-) y, aburridas, en algunos zoos. Es una mangosta, la más pequeña,
prima hermana de la garduña, conocida entre nosotros. Se asocian en grandes
grupos, en los que solo una pareja suele ser la que reproduce, mientras que los
demás componentes se resignan a colaborar alimentando a las crías. Las hembras
son agresivas entre sí para mantener o lograr el papel de madre. Y lo hacen
engordando. Los machos dejan el grupo cuando están en condición de ser
dominantes y buscan serlo en otro grupo. Son muy sociales
y juegan y fingen luchar y perseguirse, especialmente las crías.
No es que sean un
ejemplo para nosotros, pero la tentación de poder más para mandar más es
parecida. Nos cuesta ser parte de un todo y tendemos a sobresalir, a que se nos
haga caso, a que nos den una prebenda en la que logremos que se nos tenga en
cuenta o podamos gobernar nuestro corralito. A lo mejor no nos atrevemos a
decir la última palabra y nos resignamos a decir la penúltima o no decir ninguna. O a lo mejor tenemos
siempre alguna palabra que decir y nos gusta, no solo que se nos oiga, sino
que, si es posible, nos sigan.
Son admirables esas mujeres y hombres de pocas
palabras pero de mucha entrega, de entrega generosa, de entrega generosa.
Parece que no vale la pena fijarse en ellos. Hay quien los tiene, tal vez, por
puros peones. Pero el que no avancen a caballo no significa que no sean quienes
mejor construyen, más luchan, más aportan… En realidad son más.