Casi al final de la preciosa ópera Marina de Francisco Camprodón y Emilio Arrieta, un grupo de pescadores
de Lloret de Mar, con Roque a su cabeza, cantan las seguidillas que todos
recordáis: No enseñes en la playa
la pantorrilla que hay muchos tiburones junto a la orilla.
Y me vino el recuerdo de haber visto hace pocos días, y
vosotros lo visteis sin duda en los medios,
cómo un veloz y voraz mero, casi en la orilla de la costa Bonita Springs de
Florida agarró con su desmesurada bocaza a un tiburón que estaba prendido del
anzuelo de un pescador.
“De la mar, el mero” dice la mitad de un dicho gastronómico
conocido por todos. No sé cual será el dicho que corre entre ellos, los meros.
Pero me asombró también ver la imagen de un buceador que contemplaba a un
enorme mero, entre las rocas que le servían de amparo, que las debía estar
pasando moradas porque tenía a un tiburón engullido a medias y no tenía manos
para organizar con ritmo los platos de su banquete.
La templanza de los pececitos de colores no nos puede dejar
complacidos viendo cómo nuestros hijos, nuestros educandos, se mueven con gusto
en un mar apestado de insaciables tiburones. Y de meros tragamallas. Todos
ellos carnívoros. Y no estoy pensando solo en esos a los que la policía trata
de echarle mano en el intento de una caza en un barrio de una gran ciudad. Hace
años, decíamos “¡Cuidado con las lecturas!”. Ahora no hay libros. “¡Aburre
tanto leer!”. Hay tabletas. Y un mundo lejano, pero que se les mete en lo más
hondo de todos los sentidos de los que más queremos, va poblando su vida en
todas las direcciones. Se deforma su carácter. Porque al encerrarse en ese
mundo prescinden de la preciosa (y a veces necesariamente exigente) escuela de
la familia, de la fraternidad (si tienen la fortuna de no ser únicos), de la
amistad, del altruismo, de la generosidad, de la entrega, de la paciencia, de
la ayuda, activa y pasiva. Sufren en su criterio, porque lo que contemplan en
alguna de sus pantallas es con frecuencia un esquema de vida tramado con el
placer, con la violencia, con la complacencia por encima de cualquier código de
vida y de conducta nobles. Carecen del ejercicio del encuentro, con la
experiencia de que la vida es un proceso en el que se crece gracias o a pesar
de los demás, pero siempre con los demás.
¡Que no se te escapen creyendo que están en la orilla!