Los romanos pusieron
mucho interés en gobernar bien. Y cuenta la historia (¡cuántas cosas cuenta la
historia que nos pueden enseñar tanto!) que fue Tito Larcio Flavo, de
ascendencia etrusca y cónsul en el 501 y 498 aC, el que inventó la figura del
dictador. Dijo más o menos: No bastan dos cónsules ni las autoridades
ordinarias para regir a este pueblo en momentos difíciles de su historia, sobre
todo si hay guerra o peligro de que alguien la arme. “¡Pero sólo por seis
meses!” Y él fue el primer dictador en la historia de Roma. Es fácil comprender
que quería demostrar cómo se usaba el invento.
A lo largo de los
años se fue perfilando el nuevo papel de gobierno y su uso y los adornos que
subrayaban la importancia del cargo. Por ejemplo le precedían en las ceremonias
a las que asistía 24 lictores. ¡Y no los 12 que iban acompañando al cónsul! Era
el magister populi y nadie podía
criticar, discutir, censurar y ni siquiera pensar que se equivocaba en sus
decisiones y actuaciones.
Pero porque no es
este el lugar de sacar a exposición las atribuciones de los dictadores y sus
circunstancias que tú, lector de estas líneas, conoces sobradamente, paso a una
modesta reflexión sobre este mundo en que vivimos hoy: ¿Sigue habiendo
dictadores hoy? Me permito aportar mi respuesta: ¡como hongos! Y no me refiero
a que crezcan al ras del suelo, sino a que abundan en todas las instituciones,
estamentos, en las clases políticas, en las clases escolares, círculos, grupos,
familias, partidos, partidejos, corrientes, ciénagas, credos, políticas,
economías, pensamientos, modas… Todos los que dicen que ellos tienen la última
palabra son dictadores, evidentemente. Los que, en consecuencia no dejan que
hablen otros, los que sonríen compasivamente ante los que no piensan como
ellos. Los que dicen aborrecer las dictaduras y dicen recordar las que hubo en
el pasado y de las que no tienen más idea que la que les puede dar su
naturaleza de dictadores. Los que invocan la libertad que les garantiza lo que
ellos llaman democracia pero que la esgrimen porque les sirve para poder ser
dictadores sin que nadie les chiste.
En
este ámbito pequeño de la familia y la educación al que pretenden abrirse estas
líneas hay un riesgo de revestirse del odioso papel de dictador cuando
empezamos a decir: “¡Tú de eso no tienes idea!·”, “¡Lo he dicho yo y basta!”,
“¡Se acabó!”, “¡He dicho una y mil veces que…!”, y hasta “¡Pa ti la perra gorda!”.
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