Al pasear la mirada por
el inquieto mundo en que vivimos, no puedo dejar de observar que hay muchos
conciudadanos míos (¡y conciudadanas mías!) cuya ocupación más frecuente, si no
es profesión perpetua, es chinchar. Como no estaba yo en el dominio del
contenido de ese término tan sonoro y expresivo (¡chinchar!), he recurrido al
DRAE (ya sabes: Diccionario de la Real Academia Española). Y entre otros
servicios a mi ignorancia me enseña que chinchar equivale a “matar, desazonar o
incomodar a alguien con necedades y pesadeces, extinguir o
apagar, especialmente el fuego o la luz, herir y llagar, quitar la fuerza, apagar el brillo, estrechar,
reñir, pelear, violentar, acabar con alguien, extinguir,
aniquilar...”. Y ya sabes, chinchar es, además y por encima de todo, lo que
hacen las chinches, “quemarte” la sangre.
Seguramente es muy
interesante y agobiante analizar la existencia (si siguen con vida) de las
personas o instituciones que sufren ese ataque. Tal vez piensen que no vale la
pena seguir viviendo una muerte de acoso por pretender hacer el bien y hacerlo
bien. Que el derecho a la libertad propia no es tan fuerte como el de la ajena.
Que no cabe hacer un camino para el que tú fijas la meta. Que la convivencia no
se eleva sobre la base igualitaria del mutuo respeto. Que eso de los jueces,
los tribunales y la justicia es una milonga improductiva. Que las elecciones no
son para encauzar los propios puntos de vista por un sistema democrático
(imperfecto, sí, pero democrático) sino para prepararse para el ejercicio
arbitrario del derribo.
Pero mucho más
interesante desde el punto de vista profiláctico, más triste desde el social y
más aterrador desde el demográfico es estudiar el corazón y la cabeza de los
profesionales del “chinchar” en cualquiera de sus formas. ¿Nacieron con el
corazón herido? ¿Mamaron vinagre? ¿Está programada su locomoción para acudir
donde hay carne que morder? ¿Frecuentaron la escuela del profesor Talión?
¿Creen que sólo en la violencia está el acierto, la nobleza, la dignidad, la
justicia?