La edelweiss no es lo
que parece. Parece una gran flor, pero es (son) varias pequeñas flores
abrazadas entre sí para vencer a la adversidad. Los grandes pétalos, blancos
cubiertos de suave pelusa, son en realidad brácteas, fuertes estructuras que
mantienen en pie el conjunto floral. Y el centro de amarillo plural, es un
grupo de las verdaderas flores que se necesitan, se abrazan y se defienden.
Y esa es una tercera
lección que nos da la Edelweiss. El apoyo mutuo es en la Naturaleza, tanto de
animales como de vegetales, una conducta
constante admirable. ¡Cuántas veces lo hemos admirado y envidiado! Y debería
serlo en la especie humana. Y, sin embargo, la aglomeración, en la forma más
común, nace muchas veces de la necesidad de atacar con éxito. O de defenderse
de los semejantes sometiéndose a ellos. Me uno al cabecilla para que no me
atice. Es decir, sintiéndome débil, me hago más débil y así no sucumbo. Y con
ello ya he sucumbido. Conservo la vida, pero no el honor.
Dejando aparte esa actitud de capitulación,
deberíamos copiar la razón por la que la Edelweiss se acomuna. Que es
(permitidme que a flor tan bella le atribuya una actitud tan noble) el amor. Es
una flor “social”: no puede, no sabe, no quiere vivir en solitario. Se necesita
a sí misma. No teme perder su identidad aunque resigne su retraimiento, aunque
parezca renunciar a su soledad. No es, en realidad, lo que es si no vive en el
racimo que la hace ser grande y fuerte porque vive unida a las demás. ¡Ojalá el
hombre aprendiese de ella esa virtud tan excelente como es la de la
fraternidad! ¡Ojalá el estado de alianza del corazón le hiciese padre e hijo de
sus hermanos!