lunes, 3 de octubre de 2011

Pelo a pelo.

A los que recuerdan la historia de España de hace algo más de veinte siglos les suena el nombre de aquel “general” victorioso en muchas batallas que se llamó Quinto Sertorio. Y que fundó en Huesca una especie de universidad para los hijos de sus oficiales hispanos, por ejemplo. Se estaba en la “guerra social” entre los sostenedores de Sila y los que seguían a Cayo Mario. Y Sertorio estaba por éste. Cuando Cneo Pompeyo, enviado por Sila, llegó a Hispania y Sertorio constató la inferioridad de sus fuerzas, convocó en Castra Aelia, según cuentra Tito Livio, a sus capitanes, romanos e hispanos. Se trataba de defender una causa común. Y echó mano de un ejemplo de cómo habían de plantear su lucha contra los senatoriales.
Puso delante de ellos dos caballos y encargó a dos hombres, uno fuerte y robusto y el otro más bien flacucho, que pelasen la cola de los caballos. Por mucho que el primero lo intentó tirando con fuerza de la cola no llegó a nada más que a bañarse en su sudor. El débil fue arrancando pelo a pelo los del caballo y acabó dejándole sin crines en su cola.
Era el modo de enseñarnos (porque si Sertorio puso una “universidad” en Huesca, bien puede seguir siendo un buen maestro hoy) que el logro de un empeño no viene casi nunca de un golpe de ímpetu, sino de la constancia en plantear modos, de la tenacidad en ir madurándolos, de la paciencia en descubrir que cuando se da un paso con seguridad es más fácil que se puedan dar otros mil que si se lanza uno a la carrera sin método, sin reservas, sin reflexión.
Y lo que es buen camino para nuestra propia formación debe serlo también para los que educamos o pretendemos educar. Porque si no, corremos el riesgo de una patada de quien queremos que deje de darlas, o de cansarnos de remar inútilmente sin llegar a ningún puerto.

viernes, 30 de septiembre de 2011

¿Ser feliz? (1)


Parecería que una persona tan seria como Emmanuel Kant (¿has visto algún retrato suyo?) no iba a preocuparse de la felicidad y menos de la felicidad concreta de cada ser humano. Lo lógico es que dedicase su atención el empirismo, a la estética  trascendental y al mundo de los fenómenos. Pues no señor. Un amigo, conocedor de su pensamiento, me dice que propuso esta fórmula para ser feliz: Algo en que creer. Un ideal que vivir. Una persona a quien amar. ¿Nos lo puso fácil?
Lo de creer se entiende bien y parece que está al alcance de la mano. Pero hay que acertar con ese algo. Y basta repasar la lista de los muchos algos en los que creímos (cosas, acciones, iniciativas, personas, amigos, instituciones…) para darnos cuenta de que hoy vivimos apoyados, es decir, creyendo, en algo que, ni siquiera por costumbre, nos hace de verdad felices. ¿Qué hacer entonces para empezar por el principio en el camino de felicidad que me propone Kant? Analizar sabiamente (¡eres sabio, no te arredres!) cada uno (o, al menos, alguno) de los algos que todavía no son apoyo de mi vida, no son fuente de mi felicidad, programar cómo acercarme a él y abrazarlo con fuerza.    
Un ideal que vivir es un flujo de vida que dé respuesta cabal al proyecto de mi existencia. Nadie acepta como ámbito de vida un programa que convierta las tardes en siestas. Ni tampoco un proceso de ganancias, honradas y crecientes si se quiere, pero que de ideal tiene tan poco como el de nadar en el césped que rodea la piscina.
Ideal debe significar la plenitud de un deseo. Y no es fácil aceptar que la plenitud quede en algo que no sea el infinito. Porque es posible idear, pero cuando se desea lo imposible, es lógico que el resultado sea la decepción. 
Oscar Wilde escribía: Cuando se desea algo se es infeliz, pero el que lo consigue lo es más. ¿Por qué? Tal vez porque nos echamos en cara no haber deseado más. O porque el algo deseado y alcanzado es tan vulgar como yo. O porque lo que vimos como ideal era algo que no podía saciar mi infinita necesidad de ser.     
Tener una persona a quien amar es más fácil. ¡Hay tantas! León Tolstoi decía: No hay más que una manera de felicidad: vivir para los demás. Sus obras El reino de Dios está en vosotros,  Anna Karénina, Guerra y paz, Últimas palabras han sido modelos de serenidad e inteligencia. En la última citada nos deja la fórmula: “que vivamos según la ley de Cristo: amándonos los unos a los otros, siendo vegetarianos y trabajando la tierra con nuestras propias manos”.

martes, 27 de septiembre de 2011

Saimiati Aishan.


Casi todos los que leen estas Buenas noches conocen sobradamente a Saimiati Aishan. Permítame esa privilegiada mayoría dedicar un momento a presentarlo a los que no lo conocen. Es un artista en el arte del Dawa Zi, muy cultivado en la provincia china de Hunan, en la nacionalidad Uygur, desde hace siete generaciones.
Consiste, sencillamente, en caminar sobre la cuerda floja. Claro que los que avanzan en el dominio de ese difícil equilibrio lo hacen añadiéndole redaños, por ejemplo marchar hacia atrás, hacerlo sobre una “cuerda” en gran inclinación….
Nuestro valiente Saimiati logró hace dos meses su cuarto Guinness (me refiero, claro está, al Guinnes Worl Records): caminó, con ayuda de su pértiga y de sus botas especiales, por los largos 15 metros de un cable de acero suspendido entre dos globos a 200 metros de altura. Ahí lo tienen, por si le quieren felicitar, en su inimitable proeza. Soplaba el viento, pero como si nada...     
¡Ya, ya! “¡Se ha sentado sobre la cuerda!”. Exclamó, con miedo unos y con indignación otros, la multitud que lo contemplaba, como si fuesen a contemplar un desastre o como si aquello fuese una traición a su sagrado deber. Pero… mantener el equilibrio debe de ser más bien difícil cuando el viento se hace presente. Y se sentó. Después de un breve rato de reflexión o descanso o de espera, se enderezó de nuevo y aun sintiendo que la pértiga, esclava del viento, se le resitía, completó triunfante el recorrido.
En una de las tomas de las cámaras me fijé en algo interesante: Saimiati llevaba un anclaje de seguridad. Un cable unía su cintura con la cuerda floja en la que lentamente se paseaba.    
Cuando un jovencito cumple trece años en la comunidad judía celebra su Bar Mitzvá (las niñas el Bat Mitzvá). Significa que es Hijo del precepto. Y le trae esa celebración no sólo la alegría de una bella fiesta familiar y social, sino también y sobre todo el placer de saberse adulto para la Ley, ciudadano en plenitud de su fe. Los padres tienen, como es natural, un protagonismo especial. Y en un momento solemne le aseguran: ‘Hijo, suceda lo que suceda en tu vida, tanto si triunfas como si no, tanto si eres importante como si no, tengas salud o no, recuerda siempre cuánto te queremos tu madre y yo’.
¿Sienten tus hijos la seguridad de ese anclaje familiar? ¿Se suben a la cuerda floja de la vida, de los cofrades de la calle, de los camaradas de estudio, de los colegas de celebraciones y juergas con la seguridad que ha puesto en ellos la reciedumbre de una familia sólida, amasada en el amor, bien nutrida de convicciones, de fidelidad a valores serios, de responsabilidad y cultivo de sus deberes?
Porque el viento de la altura de libertad que inauguran, la inseguridad y las oscilaciones de los globos de los que suelen fiarse, la admiración de los que los contemplan… no valen para nada si no son adultos como personas y miembros acérrimamente unidos a una familia que no les falla.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Dolorosa.


Celebramos el 15 de septiembre una fiesta entrañable: la de una Madre, la Jesús, la nuestra, la de todos los hombres: la  Dolorosa”.
Ha habido más de ochenta sugerencias etimológicas para la etimología de su nombre. Todas son muy bonitas. Pero el mejor nombre que tiene es el que le puso el ángel: Llena de gracia. Y el más cercano a nosotros, el que le puso Simeón en la presentación de su Hijito en el templo: Madre con el alma atravesada por una espada.
La Virgen es la Madre común que vive silenciosamente en nuestra vida. No tenemos que recurrir a Ella para hacerla depositaria de nuestros dolores. Sino para alegrarnos junto a Ella de la luminosa victoria de su Hijo (¡e Hijo de Dios!) sobre el pecado, la enfermedad, las cruces y la muerte. Son su ternura y su cercanía lo que nos debe hacer gozar de su presencia silenciosa.
El sufrimiento en cualquiera de sus formas es consustancial con nuestra naturaleza. Dios nos ha querido humanos, no ángeles. Y (no sabemos por qué) siendo humanos como somos, es decir, animales, nos ha amado, nos ama. Ha puesto en nosotros la capacidad de amar, de sufrir, de ir desmoronándonos para que aprendamos a volar sobre la caduco, de dar la vida, de morir.
El Hijo del Padre común, Jesús, ha venido a cumplir el programa de su Padre; extraño, pero indudablemente necesario. Ha venido a decirnos y enseñarnos con su vida que no seamos tan animales, pero que aceptemos ser animales, incapaces de comprender a Dios, de entender lo que él programa, sus procedimientos, el dolor de lo que nos parece abandono, oscuridad, casi crueldad: “¡Que pase de mí este cáliz!”. “Padre, ¿por qué me has abandonado?”.
El dolor, propio de nuestra condición, está también en el programa del Padre sobre su Hijo y sobre todos sus hijos. En la cultura hebrea el sacrificio de un cordero era central: recordaba y representaba la liberación de Egipto y todas las liberaciones. Jesús muere sacrificado, como Cordero de Dios que libera a todos los hombres, si quieren, de todo lo que no nos deja vivir y sentirnos como hijos del Padre.   
Fe no es entender (¡por fin!) algo de Dios. Sino dejarse descansar en las manos de un Dios que no podemos conocer, pero que ha demostrado en nuestra historia (la de todos los hombres y la de cada hombre) que está en nosotros en silenciosa presencia: la de Jesús en medio de gentes que no le aceptan, que no creen en él, que les estorba, que lo matan.
Jesús preguntó una vez a sus discípulos: “¿También vosotros queréis dejarme?”. Sigue preguntándolo en silencio en este mundo en el que estorba la cruz,  estorba Cristo, estorba Dios.   
Nos toca a nosotros aceptar que aceptar a Jesús es aceptar el misterio, lo incomprensible para nosotros, pero herencia de un Jesús que vivió amando y murió amando dándose en su muerte como comida de vida eterna. Y diciéndonos (¿quién lo entiende?): “El que quiera seguirme que tome su cruz y me siga”.
No tenemos por qué amar la cruz. Pero sí que miremos que en ella, pero más allá de ella, contemplemos y gocemos la  grandeza de la historia de Jesús, muerto en la cruz, pero ¡que vive resucitado!. Y nuestra propia grandeza, no por nuestra historia, sino porque estamos llenos del amor de Dios, es decir, de Dios mismo. Es a Cristo a quien amamos.  

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Buena Educación (6): El Amenti.

Veredicto de Osiris

El mal llamado “Libro de los Muertos” era un largo y pesado prontuario que todo egipcio llevaba consigo a la tumba. Algo así como una guía para el último viaje, el viaje hacia “Occidente”, el Amenti, uno de los nombres del infierno egipcio: «región escondida». Plutarco en el tratado de Isis y de Osiris, capítulo XXIX, dice: «El paraje subterráneo al cual se trasladan las almas después de la muerte se llama Amenthes.» El Libro de los muertos, en el capítulo XV, se expresa en conformidad con el texto de Plutarco en estas palabras: «A la tarde el sol vuelve su faz hacia el Amenti.» Las creencias egipcias habían asimilado la vida humana a la jornada solar, y por eso al declinar la existencia el alma, desprendida del cuerpo por la muerte, el alma descendía a la región inferior, hasta llegar al Amenti o sala del tribunal de Osiris, juez supremo que, asistido por 42 asesores, decidía la suerte futura de la misma. De aquí que el Amenti fuera llamado el “país de verdad de palabra”. El Amenti estaba personificado en el panteón egipcio por una diosa llamada Amen-t con la cabeza coronada por el grupo jeroglífico del Occidente, y por otra diosa de tocado isiaco llamada Merseker, es decir, «amante del silencio
Y para el momento en que se debía pasar por el juicio de Osiris, para el momento en que pesarían el corazón en una balanza infalible, sin mentira, el viajero al más allá debía repetir en su interior una y otra vez: “Corazón mío, corazón de mi madre, no te alces contra mí, no depongas en contra de mí”.
Vivimos ansiando la verdad (menos cuando la mentira nos sirve como instrumento de ventaja): la verdad en los otros y alguna vez también en nosotros mismos.
El que es la Verdad nos ha explicado bien dónde se encuentra la buena educación: la verdad que debemos ofrecer en el momento de la pesada de nuestro pobre corazón, en el juicio definitivo. Será un repaso a nuestra buena educación, es decir, a la grandeza o la pequeñez de nuestro corazón. Se nos llenará el corazón de la infinita ternura del Padre (“¡Benditos de mi Padre!”) si dimos un vaso de agua al sediento (¡por un vaso de agua un Reino!), un poco de pan al que se nos acercó con hambre, un saludo para el que se nos cruzó en el camino, una visita al solo y al enfermo, un silencio ante el silencio del que calla, una palabra al que sufre si nuestra palabra no le escuece en la herida, respeto y apoyo al que sigue mi mismo camino, una sonrisa al que vive buscando la aurora, una mirada al hermano que está junto a mí, mi tensión interior por saber que existen los demás, tenerlos en cuenta, atenderlos, servirles, convertir el agua sencilla de las cosas pequeñas en el vino nuevo que llena los odres nuevos del Reino, lavar los pies al que creo que es menos que yo, pero al que elevo en un trono de estima cuando me arrodillo ante él, dar la vida por los amigos, regalándonos sin que nos duela morir.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Buena Educación (5): Hombre-hombre.

Lao-Tze

Lao-Tzu (o Lao-Tze o Lao-Tzi, o …), con su sabiduría exacta aunque un poco enigmática, como casi todo lo chino, afirmaba que “Ser grande significa ir adelante. Ir adelante significa estar lejos. Estar lejos significa volver”. Todos queremos ser grandes. Es una de las necesidades fundamentales del hombre. Y si no llegamos a serlo, intentamos aparentarlo. Y al lanzarnos a ser los primeros, constatamos que sólo empezamos a serlo cuando comprendemos que tenemos que volver hasta el último lugar y mirar con ternura a los que caminan junto a nosotros, tal vez renqueando, poner al compás de su caminar nuestros pasos y los latidos de nuestro corazón.
Un profesional, aunque alcance a ser el primero de su profesión, si no es más que un profesional, es bien poca cosa. Lo que ante todo define al hombre ¿hará falta decirlo?, es la hombredad”. Son palabras de Ramón Pérez de Ayala. Y sigue: “Por su mucho saber, tal vez un hombre es útil a los demás hombres, como lo puede ser una máquina, y esto no siempre. Por su hombredad, el hombre se afirma hermano de otros hombres y, por ende, se hace amar de ellos fraternalmente”.
Ese debería ser el primer empeño de los que tenemos un hueco en este mundo apretado en que vivimos. Pero la competitividad, el logro, ser el primero... suelen exigir casi todas las energías de quien intenta abrirse paso. Y no quedan ya para el cometido más importante, casi determinante, de educar y educarse. Sin corazón, sin amor, nadie es hombre, nadie es ‘educado’.
Algo perecido y de modo más solemne escribía Ignacio Romero Raizábal: “La hombría es elegancia espiritual y alma maciza. Se consigue a muy alto precio. Constituye una adquisición ruinosa. Se adquiere y paga sólo a base de corazón, de voluntad y de sacrificio.
El hombre hombre es amable con los demás y tirano consigo mismo.
Cuando tiene un amago de tristeza el hombre hombre se sonríe por un acto reflejo.
Al hombre hombre no se le nota cuando le duele el estómago o el alma.
El hombre hombre es algo que son pocos, no quiere ser ninguno y todos dicen que lo sean.
El hombre hombre es un moderno caballero andante que ama la dignidad, odia la injusticia y desprecia la murmuración.
El hombre hombre necesita tener buen corazón, mala memoria, bastante entendimiento y muchísima voluntad”.
Menos mal si vivimos juzgándonos para examinar ese corazón del que nos van a juzgar cuando todo se haya hecho vida y verdad: “A la tarde de la vida nos juzgarán del amor”. Sólo del amor.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Buena Educación (4): Verse a sí mismo.

Antoine de Saint-Exupéry refiere lo que dijo la flor (lee el capítulo XVII) al Principito: - “¿Los hombres? Creo que existen seis o siete. Los vi hace años. Pero no se sabe nunca dónde encontrarlos. El viento los lleva. No tienen raíces”. A Sancho, que afirmaba que “muchos son los andantes”, - “Muchos - respondió Don Quijote - pero pocos son los que merecen el nombre de caballeros”.
Uno de los presuntos “caballeros” que han hecho más ruido en la historia, Napoleón Bonaparte, reposa en los Inválidos, construido por Brant y Mansart bajo la mirada atenta de Luis XIV. Allí colocaron años más tarde a Napoleón después de muerto y reivindicado. Y allí sigue. Pero nadie sabe dónde tiene la cabeza y dónde los pies, porque los seis ataúdes que lo encierran cubiertos por un gigantesco sarcófago de pórfido rojo simétrico, no son capaces de decirnos cuál es la orientación de su cuerpo. Eso les pasa a muchos. Que si lo tienen todavía, no saben dónde está su corazón ni hacia dónde se orienta. No tienen raíces.
 “La educación es cosa del corazón” - escribió un gran educador que supo educar porque quiso y supo amar y enseñó a amar. Para educarse hay que enfrentarse con el propio corazón y tomarlo con valentía para hacer de él el motor de la vida y del amor. Lo que pasa es que la monotonía de su latido constante (¡ah, la costumbre!), nos hace difícil definir su color, su calor y hacia dónde se orienta.
Acuérdome - decía Lazarillo de Tormes – que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño veía a mi madre y a mí blancos, y a él no, huía dél con miedo, para mi madre, y señalando con el dedo, decía. “¡Madre, coco!”... Yo, aunque bien muchacho, noté aquella palabra de mi hermanico y dije para mí: “¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!”.
Huir de sí es una fuerte tentación. Pero ya es gran cosa haber descubierto que se tiene el corazón un poco turbio o un poco vacío. ¡Ojalá, en vez de huir, se nos ocurra que debemos limpiarlo o llenarlo!
Porque es el instinto el que nos lleva a ser egoístas, a ser ‘maleducados’. Pero hay en nosotros otro instinto, nacido de semilla divina que nos lanza a amar. Y para amar, a educarnos.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Buena Educación (3): Ser rey.


Se lee que Federico el Grande encontró a un viejo en un paseo. Como no le saludaba, le preguntó: - ¿Quién es usted? – Un rey, respondió el anciano. - ¿De qué reino?, volvió a preguntar Federico. - De mí mismo.
A lo mejor era verdad. O a lo peor se creía rey mientras vivía en la esclavitud de su egocentrismo.
El barniz de la “buena educación”, de la llamada “urbanidad”, de las buenas formas que ocultan un corazón encadenado por el egoísmo o seco por la indiferencia, no es la educación que debemos buscar.
Un  fino observador italiano, buen conocedor de España y de su lengua, según demuestra, escribía en 1736: “Al sentimiento bien acordado que gusta siempre de acordarse con cuanto dicta la razón le llamaron algunos armonía de ingenio; otros dijeron que era el juicio, pero regulado por el arte; otros, que cierta exquisitez de ingenio. Pero los españoles, más perspicaces en el uso de las metáforas que ningún otro pueblo, lo expresaron con este laconismo profundo: buen gusto”.
¿Será verdad? ¿Y habrá en nosotros algo más que perspicacia para las metáforas? Sentimiento y razón, armonía e ingenio, juicio y arte, exquisitez e ingenio, buen gusto.
Educación es, pues, buen gusto. Pero no sólo el gusto de la superficie, de lo accidental y caduco, de la epidermis. Sino, muy además y, si hace falta, sólo el que nace de lo hondo. “Por sus frutos los conoceréis”. El que produce buen fruto, buen gusto auténtico, es que lo lleva dentro.
El que tiene buen gusto - decía Isabel de Castilla - lleva carta de recomendación”. Y no se recomienda, al menos a la larga, el que despide de sí el hedor que hay más allá de la capa de gusto aparente. De Catón escribía Salustio que “prefería ser bueno a parecerlo”. Porque el hombre-hombre no busca parecer, sino ser.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Buena Educación (2). Ver y mirar.

En la historia de los hombres hay figuras que pasan por modelos. Buenos o malos. Un modelo fue Caín. Estaba estrenando la vida y ya oía en su corazón: “... a tus puertas está el egoísmo acechándote como una fiera que te codicia y a quien tienes que dominar”. Y él respondía a Dios, después de haber matado a Abel: “No sé dónde está. ¿Es que me toca a mí cuidar de mi hermano?”.Un poco descuidados debieron de estar Adán y Eva en la educación de este hijo mayor.
Así hablan todos los egoístas, es decir, todos los ‘maleducados’. No saben dónde están sus hermanos. Que no los ven, vamos. Y si no los ven, mal pueden preocuparse de ellos. Hacen verdad -  pero ¡de qué modo tan miserable y tan triste! - la afirmación de George Berkeley (¿recuerdas?) hace tres siglos: Esse est percipi. Existe lo que veo, en una traducción cómoda. Existimos porque Dios nos ve. Existen las cosas que percibimos. Y las personas. Podríamos pasarlo a nuestro lenguaje vulgar: “Lo que no me interesa ni lo veo ni existe”.
Bien educado es el que crece madurando como persona. “Crece madurando”. Porque cada paso de la vida nos hace madurar cuando, al caminar, no pisamos a ninguno de los que van junto a nosotros porque los vemos, y los respetamos y hasta los amamos.
Ser persona es ser para los demás. Y ser para los demás hasta dar la vida por ellos es la cima de la buena educación, porque es la cima del amor. Así hablaba Jesús, el ‘hombre perfecto’, el ‘Bieneducado’ en quien el Padre se complace. San Francisco de Sales, tan humano y tan divino, lo repetía con una metáfora: “La educación es la flor de la caridad”.
Lo podemos decir de otro modo. “El que no ama no puede ser ‘bieneducado’”. O viceversa: “El ‘maleducado’ lo es porque no ama”. Y en positivo. “El que ama de verdad ha llegado a la cima de su educación, de su madurez como hombre”. Y como cristiano.
¡Qué raro suena este consejo: “Sed esclavos unos de otros, pero por amor”! Ser esclavo es duro. Y, sin embargo, qué fácil es ser esclavo de sí mismo. Todos somos un poco (o un mucho) esclavos de nosotros mismos. Y eso que nos gusta, por encima de todo gusto, ser libres. Sólo el educado, el ‘bieneducado’, es libre. Liberarse es educarse. Y al revés.

martes, 6 de septiembre de 2011

Buena Educación (1)

Teseo acaba con Procustes

Procustes era un bandido griego en la lejana historia. Siempre y en todas partes ha habido bandidos y bandas. Basta mirar a nuestro derredor (y un poco más allá) en nuestra querida España. Con su banda actuaba Procustes en el Ática. Vigilaba el paso de los ingenuos que osaban pasar por un determinado puerto en la montaña. Los detenía y robaba. Y a los que no satisfacían su avidez, los sometía a esta corrección: tendido en un lecho que tenía la media del bandido, los descoyuntaba o cortaba los pies si no llegaban a su estatura o la excedían. Teseo acabó con él.

Procustes no era, evidentemente, un hombre educado. Ser educado lleva consigo aceptar que cada persona con quien convivimos sea ella misma, respire su aire, disfrute de sus derechos, conserve su propia medida.

Cuando oprimimos, deprimimos, exprimimos o comprimimos (que todo eso somos capaces de hacer en los vericuetos de nuestra vida)... cuando hacemos algo de eso con nuestro vecino y le sometemos con ello a nuestra medida, a nuestro gusto, a nuestro criterio, a nuestra real gana, empezamos, seguimos y acabamos siendo mal educados. Como Procustes.

En el fondo, un ‘maleducado’ es un egoísta. Y un egoísta es, en el fondo y la forma, un inmaduro, un enano, un raquítico de espíritu que conserva, aún después de muchos años de vida, la idea infantil de que todo el mundo gira alrededor de él, de que él es el bello ombligo del mundo. “¡Cuántos son los enanos!”, lloraba Plauto. Y Juvenal decía: “Los buenos son tan pocos, que apenas llegan al número de las puertas de Tebas o de las bocas del Nilo”· Que eran siete.