Se lee que Federico el Grande encontró a un viejo en un paseo. Como no le saludaba, le preguntó: - ¿Quién es usted? – Un rey, respondió el anciano. - ¿De qué reino?, volvió a preguntar Federico. - De mí mismo.
A lo mejor era verdad. O a lo peor se creía rey mientras vivía en la esclavitud de su egocentrismo.
El barniz de la “buena educación”, de la llamada “urbanidad”, de las buenas formas que ocultan un corazón encadenado por el egoísmo o seco por la indiferencia, no es la educación que debemos buscar.
Un fino observador italiano, buen conocedor de España y de su lengua, según demuestra, escribía en 1736: “Al sentimiento bien acordado que gusta siempre de acordarse con cuanto dicta la razón le llamaron algunos armonía de ingenio; otros dijeron que era el juicio, pero regulado por el arte; otros, que cierta exquisitez de ingenio. Pero los españoles, más perspicaces en el uso de las metáforas que ningún otro pueblo, lo expresaron con este laconismo profundo: buen gusto”.
¿Será verdad? ¿Y habrá en nosotros algo más que perspicacia para las metáforas? Sentimiento y razón, armonía e ingenio, juicio y arte, exquisitez e ingenio, buen gusto.
Educación es, pues, buen gusto. Pero no sólo el gusto de la superficie, de lo accidental y caduco, de la epidermis. Sino, muy además y, si hace falta, sólo el que nace de lo hondo. “Por sus frutos los conoceréis”. El que produce buen fruto, buen gusto auténtico, es que lo lleva dentro.
“El que tiene buen gusto - decía Isabel de Castilla - lleva carta de recomendación”. Y no se recomienda, al menos a la larga, el que despide de sí el hedor que hay más allá de la capa de gusto aparente. De Catón escribía Salustio que “prefería ser bueno a parecerlo”. Porque el hombre-hombre no busca parecer, sino ser.
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