A los que recuerdan la historia de España de hace algo más de veinte siglos les suena el nombre de aquel “general” victorioso en muchas batallas que se llamó Quinto Sertorio. Y que fundó en Huesca una especie de universidad para los hijos de sus oficiales hispanos, por ejemplo. Se estaba en la “guerra social” entre los sostenedores de Sila y los que seguían a Cayo Mario. Y Sertorio estaba por éste. Cuando Cneo Pompeyo, enviado por Sila, llegó a Hispania y Sertorio constató la inferioridad de sus fuerzas, convocó en Castra Aelia, según cuentra Tito Livio, a sus capitanes, romanos e hispanos. Se trataba de defender una causa común. Y echó mano de un ejemplo de cómo habían de plantear su lucha contra los senatoriales.
Puso delante de ellos dos caballos y encargó a dos hombres, uno fuerte y robusto y el otro más bien flacucho, que pelasen la cola de los caballos. Por mucho que el primero lo intentó tirando con fuerza de la cola no llegó a nada más que a bañarse en su sudor. El débil fue arrancando pelo a pelo los del caballo y acabó dejándole sin crines en su cola.
Era el modo de enseñarnos (porque si Sertorio puso una “universidad” en Huesca, bien puede seguir siendo un buen maestro hoy) que el logro de un empeño no viene casi nunca de un golpe de ímpetu, sino de la constancia en plantear modos, de la tenacidad en ir madurándolos, de la paciencia en descubrir que cuando se da un paso con seguridad es más fácil que se puedan dar otros mil que si se lanza uno a la carrera sin método, sin reservas, sin reflexión.
Y lo que es buen camino para nuestra propia formación debe serlo también para los que educamos o pretendemos educar. Porque si no, corremos el riesgo de una patada de quien queremos que deje de darlas, o de cansarnos de remar inútilmente sin llegar a ningún puerto.
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