De aquel viejo árbol chino hizo leña toda la aldea. Después de una noche de vendaval, una madrugadora ama de casa dio la voz de alerta: “¡El viejo árbol que hay a la entrada del pueblo, cerca de mi casa, ha aparecido arrancado!”. En efecto. Sus raíces no pudieron agarrarse a la Tierra con fuerza suficiente para aguantar el empuje del viento y el peso de su enorme copa. Y aquellas raíces, que nadie había visto nunca, aparecieron expuestas al aire y avergonzadas de su debilidad.
¡Qué bien venían aquellas ramas para tantas cosas en la casa, el corral y el huerto! Y el árbol fue viendo cómo perdía su belleza, su prestancia, su dignidad ¡y su vida!, mientras los vecinos se iban llevando, con la avidez y las prisas que se despierta cuando se dispone de algo gratis, lo más bonito de su imagen: su cabellera.
Pero en la ya apacible noche secreta que siguió al largo día del despojo sucedió un “milagro”: el peso de las raíces entretejidas que abrazaban tierra y piedras pudo más que la esquilmada copa y el árbol volvió a su ser y estar anterior: las raíces en el retiro discreto de su hoyo, el tronco más o menos en actitud vertical de servicio y no como el día anterior, pasado en la vagancia y el miedo a no ser ya; y las ramas - lo que quedaba – dispuestas a crecer y vestirse profusamente de nuevo.
Esto le sucedió a un árbol que hace unos años fue noticia. Pero no es lo corriente. Cuando damos un paseo por la fronda de la vida, recordamos la historia de hombres que tuvieron la suerte de que, después de caídos y casi desahuciados, cuando nadie esperaba de ellos la vuelta atrás, tuvieron a alguien que creyó en ellos, que se mantuvo a su lado, que les dio parte del corazón y sus dos manos y pudieron así rehacer el camino y escoger, allí donde erraron el sentido, el sendero justo (aunque tal vez doloroso y sin duda arduo) para volver a la plenitud de la vida.
En un mundo salesiano, en el que la lógica intuición de don Bosco nos hace comprender que importa más prevenir que intentar curar, hay que tener presente la necesidad de atender a todas las esferas del mundo maravilloso y arcano de la vida de los hijos. Que importan las raíces, profundas e indispensables; que no importan las puras apariencias de la hojarasca; que un árbol debe aguantar, no sólo el peso de su hermosa cabellera, sino el del fruto, abundante y sano y el ímpetu de los vientos de la vida; que podar y podarse es una trabajo conveniente y necesario. Y que regalar la propia vida para que otros la tengan abundante es el ejercicio más sublime de un ser humano.