jueves, 19 de mayo de 2011

...Todos hacen leña.


De aquel viejo árbol chino hizo leña toda la aldea. Después de una noche de vendaval, una madrugadora ama de casa dio la voz de alerta: “¡El viejo árbol que hay a la entrada del pueblo, cerca de mi casa, ha aparecido arrancado!”. En efecto. Sus raíces no pudieron agarrarse a la Tierra con fuerza suficiente para aguantar el empuje del viento y el peso de su enorme copa. Y aquellas raíces, que nadie había visto nunca, aparecieron expuestas al aire y avergonzadas de su debilidad.
¡Qué bien venían aquellas ramas para tantas cosas en la casa, el corral y el huerto! Y el árbol fue viendo cómo perdía su belleza, su prestancia, su dignidad ¡y su vida!, mientras los vecinos se iban llevando, con la avidez y las prisas que se despierta cuando se dispone de algo gratis, lo más bonito de su imagen: su cabellera.
Pero en la ya apacible noche secreta que siguió al largo día del despojo sucedió un “milagro”: el peso de las raíces entretejidas que abrazaban tierra y piedras pudo más que la esquilmada copa y el árbol volvió a su ser y estar anterior: las raíces en el retiro discreto de su hoyo, el tronco más o menos en actitud vertical de servicio y no como el día anterior, pasado en la vagancia y el miedo a no ser ya; y las ramas - lo que quedaba – dispuestas a crecer y vestirse profusamente de nuevo.
Esto le sucedió a un árbol que hace unos años fue noticia. Pero no es lo corriente. Cuando damos un paseo por la fronda de la vida, recordamos la historia de hombres que tuvieron la suerte de que, después de caídos y casi desahuciados, cuando nadie esperaba de ellos la vuelta atrás, tuvieron a alguien que creyó en ellos, que se mantuvo a su lado, que les dio parte del corazón y sus dos manos y pudieron así rehacer el camino y escoger, allí donde erraron el sentido, el sendero justo (aunque tal vez doloroso y sin duda arduo) para volver a la plenitud de la vida.      
En un mundo salesiano, en el que la lógica intuición de don Bosco nos hace comprender que importa más prevenir que intentar curar, hay que tener presente la necesidad de atender a todas las esferas del mundo maravilloso y arcano de la vida de los hijos. Que importan las raíces, profundas e indispensables; que no importan las puras apariencias de la hojarasca; que un árbol debe aguantar, no sólo el peso de su hermosa cabellera, sino el del fruto, abundante y sano y el ímpetu de los vientos de la vida; que podar y podarse es una trabajo conveniente y necesario. Y que regalar la propia vida para que otros la tengan abundante es el ejercicio más sublime de un ser humano.   

martes, 17 de mayo de 2011

Mis proyecciones.

Me sorprendió ver en África un mapa de ese continente. No era como el que yo conocía en Europa. Me explicaron que la cartografía más tradicional había sido injusta con África: la había hecho más gorda y más bajita. Y que África es un continente esbelto y necesitado de comer mejor. Y me lo explicaron recordándome que si se proyecta un cuerpo curvo sobre un plano, la sombra se parecerá, pero no será de la misma forma y dimensión de las del cuerpo. Y que por eso los cartógrafos andan obsesionados, o poco menos, por dar con un sistema de proyección lo más justo posible del globo de la tierra sobre un plano. Y que, por eso también, los resultados son diferentes según los criterios adoptados.
Marea navegar, en el mar de los sistemas cartográficos, montados en naves cilíndricas, cónicas, cónicas simples o cónicas múltiples o policónicas, azimutales, gnomónicas, cenitales, polares, ortomórficas, afilácticas, …orto…, estéreo… pilotadas por expertos capitanes como Mercator, Van der Grinten, Peters, Lambert, Robinson, Winkel-Tripel, Mollweide, Aitoff, Cahill, Goode, Dymaxion, Wagner, Waterman,  Kavrasvskiv…
Marea… marea navegar…
¿Cuál de ellos acierta? Como es natural, ninguno. ¿Cuál es el sistema más aproximado a lo justo? Cada uno dice que el suyo, como es natural.
Tal vez pensamos poco en que, en lo diario de nuestra vida, hay un continuo proceso de interpretación de las personas que nos importan o no nos importan: proyectamos sobre nuestra bandeja de entrada, convertida en juez, lo que en ellas vemos o nos parece ver o queremos ver o no vemos, pero suponemos. Nos resulta difícil pensar (o aceptar si alguien nos insinúa que lo hagamos) que hay o puede haber en nuestros ojos o en nuestra mente o en nuestra intención una “proyección cartográfica” incorrecta o interesada o injusta o cruel. No nos damos cuenta de que, instintivamente, la imagen que dejamos que se esboce sobre nuestro juicio “plano” la deforma el afecto o el desafecto, el parentesco (“¿Mi hijo? No es posible. Es incapaz de eso”), la envidia (“¡Ese es capaz de eso y mucho más!”), la venganza (“¡Me alegro! ¡Ya tiene su merecido!”) o la maniobra de querer eliminarla de la atención y consideración del que reparte premios, estimas y dádivas.
¡Cuánta falta nos hace un detergente implacable para eliminar nuestros prejuicios, lavar nuestros juicios y acercarnos al sistema justo de visión y aprecio de los otros!
Nos debe acompañar el sentido del realismo: constato que lo que veo es real, que lo que pienso no es invención, que lo que deseo no se ha convertido en ilusión. Y esto es tanto más necesario (y tanto más grave si falta) cuanto más sucede que haya padres que ven crecer junto a ellos hijos desconocidos. Saben su nombre, si no le han dado un hipocorístico más o menso llamativo o cariñoso. Pero saben muy poco de su alma. No hablan con ellos del alma. Les preocupa su salud física. Pero no tienen idea de cómo crecen sin atención e interés por su parte, sin afecto ni aprecio, sin exigencia ni estímulo, sin confianza y afecto. Les halagó lo guapos que eran cuando bebés  (¡cómo se perece a su preciosa madre!), pero los dejaron crecer en un establo bien cuidado y abastecido donde no faltó el veterinario, ni el forraje oportuno, ni el agua limpia ni el cepillado diario. Y los dejan que hagan su carrera como les salga, sin entrenamiento, sin palabras acertadas, sin caricias, sin esfuerzo, sin el aliento para que busquen, sabiendo que es posible, la victoria. Y un día descubren que la proyección cartográfica de su hijo, que les hacía ver un continente logrado, no es sino una apariencia hinchada de vacíos por la que no vale la pena apostar.

domingo, 15 de mayo de 2011

Monumento a María

Don Bosco hizo de su vida un monumento de afecto y fidelidad filial a la Virgen, a la que invocó desde 1862 como Auxilio de los Cristianos. Pero quiso levantar también un monumento vivo. Y para ello dio con una columna robusta en una joven de un pueblecito de la provincia de Alessandria, María Mazzarello.
Había nacido en 1837 a la sombra de una ermita dedicada a María Auxiliadora en su pueblo de Mornese. Dedicó sus primeros años, con el resto de su familia, como braceros, al cultivo de las vides. Un tifus la redujo a poca cosa físicamente y se entregó a enseñar a las niñas de la vecindad a cortar y coser. Y crecía mientras tanto en fe, fervor hacia la Eucaristía y cariño hacia las niñas.
Por medio del capellán del pueblo conoció Don Bosco su condición humana y cristiana y le propuso que se pusiese al frente de las religiosas salesianas, Hijas de María Auxiliadora, que él quería que se entregasen a la educación de las niñas y las jóvenes. Y en 1872 nació el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora.
Sólo cinco años más tarde partieron las primeras misioneras con destino a Uruguay. La edad media de aquel primer grupo de valientes era de 21 años. Valientes porque si siempre hace falta serlo para dejar la patria e ir a lugares llenos de dificultad, mucho más todavía lo fue para ellas por su joven edad y las circunstancias de hace casi un siglo y medio. Hoy en Uruguay hay 15 obras y en América del Sur 566.  En su papel de madre de la joven familia salesiana femenina supo crear un ambiente de afecto a los intereses de Dios mediante la continua lectura de su presencia en las personas y en los acontecimientos. Murió en 1881, con sólo 44 años y fue canonizada en 1951.
Hoy sus Hijas, 15.100, trabajan en 89 naciones (de estas, 22 en África, 23 en América y 18 en Asia) acompañando a los más necesitados de atención familiar y de educación en 1.535 obras o misiones.
La estela de santidad de la Cofundadora estimuló la búsqueda de Dios en todas y la búsqueda de los hijos de Dios más desheredados de los hombres para amarlos y servirlos. Y en ese surco de entrega y amor la santidad de María Mazzarello se difundió y hoy son cinco las que la iglesia ha declarado Beatas (dos de ellas mártires), una Venerable y dos Siervas de Dios. Y entre las niñas y jóvenes orientadas en su condición de cristianas, sobresale la Beata Laura Vicuña, chilena, que murió en Junín de los Andes (Argentina) en 1904 y fue declarada Beata por el Papa Beato Juan Pablo II en 1988.

viernes, 13 de mayo de 2011

Fátima


Lucía, Francisco y Jacinta vestidos de fiesta
La historia de Mahoma relata que tuvo de 8 a 20 esposas, aunque se suelen precisar  los nombres de once de ellas. De la primera, Jadiya, tuvo a seis de sus siete hijos, entre los que estuvo Fátima, la única que le sobrevivió. Ibrahim, que murió con unos dieciocho meses, fue hijo de Marijah Al-Qibtia (María, la Copta), cristiana.
Fátima llamaron a la hija de Mahoma cuando era joven (fata: joven) y con sus descendientes fueron venerados como raíz de la propia historia. Por eso no es de extrañar que ese nombre se diese a niñas árabes y a algunos lugares de la ocupación musulmana en la península ibérica. Aunque una leyenda local lo atribuye, en el caso que nos ocupa, a que una princesa mora, cautiva de los cristianos, llamada Fátima y después Oriana, fue la esposa del Conde de Ourém.
Pero fue el año 1917 el señalado para que comenzase en aquel viejo y oscuro lugar una historia actual y luminosa. Tres de los más marginados niños de la escasa población de Aljustrel, Lucía de Jesús, y sus primos Francisco y Jacinta Marto, sintieron a partir del 13 de mayo que su espíritu se abría al impulso del amor de Dios en medio de las incomprensiones de los buenos y de la persecución de los que no les  dejaban ser buenos. 
Cuatro millones de peregrinos de amor van cada año a aquel lugar en el que los tres niños oyeron y entendieron que Dios es bueno, que nos quiere, que quiere que le queramos, que quiere que seamos felices, que le gusta que no equivoquemos el camino de la felicidad, que está con nosotros y que le gusta que estemos con Él.
Y lo hizo – y lo sigue haciendo - con la mejor embajadora de su amor: aquella Virgen que aceptó su Palabra como única guía de su vida, que aceptó que su Palabra se hiciese Hijo en Ella, que nos dice una y otra vez, con la seguridad de saber lo que dice, con la garantía de que lo que dice es cierto, que hagamos lo que Él, su Hijo, nos diga.
Estamos tristemente hartos, esposos recientes y ya al borde del fracaso, de querer celebrar nuestras bodas con mal vino (o sin vino) y somos tan zoquetes que no nos damos cuenta de que tenemos un Hermano que nos habla, que nos está invitando a brindar con Él y levantar la Copa del Vino nuevo, rojo como su Vida y seductor y embriagador como el torbellino de su Entrega. Y que nos felicita con las únicas fórmulas que dan dignidad a nuestras vidas de hombres y sustancia a nuestras vidas de seguidores suyos: «¡Amaos!».  «¡Dad la  vida por amor!».    
Este es el Secreto, el Mensaje de Fátima. Porque Dios es sólo Amor.

jueves, 12 de mayo de 2011

El "primer verano".

Los romanos, metódicos y determinantes, llamaron a esta estación del tiempo que estamos viviendo estos días Primer Verano, Primum Ver, que nosotros, aficionados a los neutros y a los plurales (por algo será), hemos convertido en Prima Vera.
Decía – creo recordar que don Santiago Ramón y Cajal, que tanto sabía de cerebros - en el discurso de ingreso en una de las Academias de las que formó parte, algo como esto: Se necesita tener cerebro de oruga para suspirar por los verdes perpetuos de las regiones del Norte y no descubrir la belleza de los violetas, cárdenos, azules, grises y sienas de los alrededores de Madrid.   
Yo le comentaría muy respetuosamente a don Santiago (que tenía toda la razón al ponderar la belleza de la gama total de la Naturaleza): Me gusta la paleta de colores que nos regala eso que llamamos cosmos, es decir bello; esta tierra que nos aguanta y que llamamos mundo, es decir, limpio; o gea, que es alegría. Y me encanta el verde de la Naturaleza, el verde del Norte y de toda la Tierra.
Pero contemplar con fruición el vestido de la Primavera me hace sentir mucho más que la seducción del verde y de los verdes (un asturiano me hacía admirar su tierra mientras me aseguraba que allí tienen, al menos, 48 matices de verde) su poder explosivo. Porque la Primavera con sus verdes no es realmente el Primer Verano, sino el Verano en su nacimiento, Verano Niño, Verano Joven. Es una síntesis de promesas que se empiezan a cumplir. Un tesoro de frutos en ciernes. Un estímulo vivo y pujante de la esperanza. Y una preciosa cuna para la alegría y el optimismo.  
Ver significa para nosotros que la Primavera y el Verano traen la seguridad de que sus flores no acaban en flor; de que la clorofila, las xantófilas, la ficocianina no son sólo adorno, sino sustrato de vida; de que esto que vemos ahora es ya digno del mayor respeto y la más alta admiración. Es un milagro. Un centroamericano me hacía conocer, aquí en Europa, su asombro ante el milagro de la primera Primavera que conocía. 
Y si la Primavera es un milagro, no lo es menor que año tras año el Verano (¡y el Otoño: la uva!) sean el homenaje de vida que la Tierra se ofrece a sí misma en un renacimiento que viene realizándose desde hace millones de años y seguirá alegrando el corazón del hombre y prometiendo y cumpliendo una vez más… y otra y otra.
No es inoportuno que mirando la edad del hombre en que la promesa se va afirmando, nos paremos a examinar si nuestro cuidado por no estorbar, por ayudar, por acompañar con nuestra admiración y nuestra presencia su maduración son lo que deben ser. Porque en esta unidad de vida en la que estamos es tan fuerte la necesidad que tienen los brotes verdes de ser atendidos como la que tenemos los que podemos y debemos de prestar esa atención.

martes, 10 de mayo de 2011

Chismorreos y estanterías.

En una sabrosa conversación con una joven pareja nórdica de jubilados llegué en un momento a interesarme por su familia. Pero inmediatamente sentí la necesidad de pedirles que me excusasen por mi inoportuna pregunta. “En absoluto. Nos encanta hablar de ella… Vivimos con agrado en España… Con frecuencia bajo al bar que hay debajo de nuestra casa y tomo parte en las conversaciones de mis amigos, buenas personas, buenos amigos… Bueno, escucho, porque debo aprender español. Ya he aprendido algunos tacos, aunque no los manejo bien. Y por eso no los uso… Una cosa que me llama la atención, y me extraña, es que sólo (¿o dijo siempre?) hablan de mujeres, de fútbol, de los políticos… Para aprender español y cultivar la amistad me va bien. Pero echo de menos que no hablen alguna vez de la familia, del deporte, de la política… ”.
No estaría de más que repasásemos la estantería de nuestros verdaderos y urgentes intereses, la estantería de nuestra vida más profunda. Por ejemplo: la balda de nuestras ideas ¿está suficientemente poblada? ¿Atiendo a nutrir el anaquel de mis sentimientos con alimentos sanos y provechosos para la salud de mi persona, aunque sean un poco difíciles de digerir? ¿Qué hay en el estante de criterios? ¿Vacío? El arte, la sabiduría de la belleza, del orden, del buen gusto, de la elegancia interior ¿llenan - o esperan a llenar sin llegar nunca - esta repisa en la que veo, en cambio, un poco de polvo indiferente? ¿Qué espacio he dedicado al album fotográfico familiar, que podría estar lleno de ejemplares figuras, de herencias espirituales densas, de ejemplos admirables y alentadores? ¿Caben en algún sitio los sabios tratados que enseñan a educarse y a educar? Los intereses de Dios y de su Enviado ¿ocupan algún lugar en esa otra tabla de “Varios” o “De todo un poco”?  
Hay quien respira mal: cree que el aire fresco, limpio, de las alturas, con su poco de movimiento y de esfuerzo, le perjudica. Y lo evita. Le gusta más el que se respira en medio de la masa, el de todos, el que no exige esfuerzo de salir, de subir, de elevarse. Porque el humo del tabaco, al que han exiliado y anda ahora por los aledaños de la convivencia muchas veces de acera, se ha llevado consigo parte del chismorreo que sirve de pasto a la mente, de aire a los pulmones ya bastante averiados del espíritu, de materia trasfundida a nuestra anémica o mala sangre?

domingo, 8 de mayo de 2011

El Gong de Kyongdok.


Se cuenta la historia de una enorme y vetusta campana, La Sagrada o La Divina Campana, venerada desde hace muchos años en Corea. Se llama  la campana de Songdok o Kyongdok. Porque esa historia cuenta que la hizo el rey Kyongdok al morir su hermano y predecesor, el rey Songdok, hacia el año 765. Otra tradición (las cosas antiguas tienen muchos manantiales que nutren su curso) la hacen testigo y signo del pacto de tres pueblos y distintivo de una dinastía.
Su sonido, que se oye sólo tres veces al año, es de una dulzura tal, dicen, que oírla llorar conmueve hasta lo más hondo del corazón.
Porque (y este rasgo es el que parece tener mayor valor para nosotros) la tradición sigue diciendo que su sonido no resultó bueno cuando se hizo. Y que se sacrificó en su interior a un niño, cuya voz, Emi (así se decía en coreano antiguo mamá) la fue aprendiendo esta campana. De ese modo se convirtió para siempre en el eco de la llamada preciosa y angustiada de aquel niño que se sentía morir mientras invocaba a su madre. De ahí su nombre: Emille.
Verdad o no, esta triste tradición puede llevarnos a muchas reflexiones. De cada uno de los que leen estas líneas brotarán fáciles y fecundas. Algunas de las nuestras, más sencillas, van también aquí.
¿Existe una palabra más bella, más honda, más entrañable que mamá? Es la primera que dicen los niños. A lo mejor no es más que un movimiento de los labios, el más instintivo, cuando tienen ganas de hacer lo que hacen los que lo rodean: hablar. Pero lo que dicen es mamá o MMM MMM. Y lo dicen también algunos ancianos cuando su mente ha vuelto a la contemplación de sus primeros años y necesitan junto a sí la ternura de su madre. ¡Cuántas veces nosotros, los que nos creemos aves libres, decimos madre en el transcurso de nuestra vida! Puede ser que no sepamos por qué lo decimos, pero el ansión ha brotado sin barreras y el vuelo al primer nido es inevitable.   
¿Necesitamos que mueran niños para enseñarnos a amar? Me confiaba una mujer joven que había interrumpido por dos veces la vida en su seno. Y que el silencio de sus dos hijos no nacidos era un grito horrible y continuo en su vida. ¡Cuántas madres lloran en busca de un hijo que no han tenido, o que han perdido o al que le han cortado el camino! 
¡Cuántos niños lloran en busca de una madre! Nunca por culpa propia, sino por culpa de quien hace cálculos sobre la vida y la organizan según la propia conveniencia, sin pensar y sin sentir que su semilla crece en tierra extraña, en desiertos de afecto, en las cunetas de la vida. Hace años tuve ocasión de tratar muy de cerca y, por tanto, de  conocer (llorando dentro de mí) las emociones de muchachos ya mayores, casi hombres, que habían crecido sin conocer nada de su madre, y de la que hablaban con sentimientos ávidos de amor y, en algún caso, de rencor y de una venganza imposible.   
A todos nos cabe un poco de la responsabilidad que hace falta para que la vida de un niño no sea nunca el precio del sonido cristalino de una campana.

viernes, 6 de mayo de 2011

El Armiño.

Me contaron de niño que existía un animalito muy pequeño (no pesan más de 300 gramos), de pelaje blanco, que vivía en la nieve y que defendía el blancor de su piel para no ser sorprendido y cazado. ¡El mimetismo animal!
El armiño, un mustélido (así los llaman sonoramente), con la marta (la marta cibelina, la más apreciada por el pelaje oscurísimo de las llamadas “diamante negro”, raras y estimadas), el tejón, el hurón, la nutria, la comadreja…  son parientes cercanos de la molesta mofeta, de olor repelente.
Del armiño (digno de aparecer en obras de arte y en la heráldica de guerreros del Norte) me decían que si su piel se manchaba, intentaba quitarse aquel horror a zarpazos. Y así llegaba a desgarrarse y morir exangüe. Y así lo cazaban.
Y me invitaban a conservar mi vida limpia de toda mancha. ¡Qué bello propósito! Desde la atalaya de mis años, me pregunto si ese instinto o algo parecido se da en el hombre, si se ha dado antes, si lo seguimos teniendo. Viendo el modo de las pieles (las llaman moda) del vestido que nos echamos encima en estos tiempos, me viene la duda de que nos importe la limpieza de nuestra dignidad. Pero la duda es mayor cuando pienso en mi interior (e, indebidamente, lo confieso, un poco en el de los otros) y advierto tantas trampas, mentiras o medias verdades, zancadillas, puñaladas por la espalda o por delante, traiciones, olvidos, desprecios, ignorancias intencionadas para no comprometerse, cobardías, medias tintas en la conducta… y me quedo (nos quedamos) tan tranquilos.
Hubo un rey de Francia, Luis IX, primo de otro rey nuestro, Fernando III (ambos santos), que en su dolorosa enfermedad de muerte, en 1270, rechazó algo que le ofrecían como alivio, porque prefería morir a pecar.  
En nuestra familia hubo un muchacho que en 1854 tomó ese lema para su vida. No se trataba de convertirse en armiño. Era conservarse como lo que quería ser: propiedad de Dios, feliz por ser su amigo, por contagiar a sus compañeros con la alegría que le daba esa felicidad, por encontrar que servir y amar a los demás, a todos los demás, era el único modo de vestirse de Luz. Se llamó Domingo. Y lo era: que es decir “del Señor”. Y Savio. Y lo fue: porque encontró en el amor a los demás la fuente de la felicidad.