viernes, 6 de mayo de 2011

El Armiño.

Me contaron de niño que existía un animalito muy pequeño (no pesan más de 300 gramos), de pelaje blanco, que vivía en la nieve y que defendía el blancor de su piel para no ser sorprendido y cazado. ¡El mimetismo animal!
El armiño, un mustélido (así los llaman sonoramente), con la marta (la marta cibelina, la más apreciada por el pelaje oscurísimo de las llamadas “diamante negro”, raras y estimadas), el tejón, el hurón, la nutria, la comadreja…  son parientes cercanos de la molesta mofeta, de olor repelente.
Del armiño (digno de aparecer en obras de arte y en la heráldica de guerreros del Norte) me decían que si su piel se manchaba, intentaba quitarse aquel horror a zarpazos. Y así llegaba a desgarrarse y morir exangüe. Y así lo cazaban.
Y me invitaban a conservar mi vida limpia de toda mancha. ¡Qué bello propósito! Desde la atalaya de mis años, me pregunto si ese instinto o algo parecido se da en el hombre, si se ha dado antes, si lo seguimos teniendo. Viendo el modo de las pieles (las llaman moda) del vestido que nos echamos encima en estos tiempos, me viene la duda de que nos importe la limpieza de nuestra dignidad. Pero la duda es mayor cuando pienso en mi interior (e, indebidamente, lo confieso, un poco en el de los otros) y advierto tantas trampas, mentiras o medias verdades, zancadillas, puñaladas por la espalda o por delante, traiciones, olvidos, desprecios, ignorancias intencionadas para no comprometerse, cobardías, medias tintas en la conducta… y me quedo (nos quedamos) tan tranquilos.
Hubo un rey de Francia, Luis IX, primo de otro rey nuestro, Fernando III (ambos santos), que en su dolorosa enfermedad de muerte, en 1270, rechazó algo que le ofrecían como alivio, porque prefería morir a pecar.  
En nuestra familia hubo un muchacho que en 1854 tomó ese lema para su vida. No se trataba de convertirse en armiño. Era conservarse como lo que quería ser: propiedad de Dios, feliz por ser su amigo, por contagiar a sus compañeros con la alegría que le daba esa felicidad, por encontrar que servir y amar a los demás, a todos los demás, era el único modo de vestirse de Luz. Se llamó Domingo. Y lo era: que es decir “del Señor”. Y Savio. Y lo fue: porque encontró en el amor a los demás la fuente de la felicidad.

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