Me sorprendió ver en África un mapa de ese continente. No era como el que yo conocía en Europa. Me explicaron que la cartografía más tradicional había sido injusta con África: la había hecho más gorda y más bajita. Y que África es un continente esbelto y necesitado de comer mejor. Y me lo explicaron recordándome que si se proyecta un cuerpo curvo sobre un plano, la sombra se parecerá, pero no será de la misma forma y dimensión de las del cuerpo. Y que por eso los cartógrafos andan obsesionados, o poco menos, por dar con un sistema de proyección lo más justo posible del globo de la tierra sobre un plano. Y que, por eso también, los resultados son diferentes según los criterios adoptados.
Marea navegar, en el mar de los sistemas cartográficos, montados en naves cilíndricas, cónicas, cónicas simples o cónicas múltiples o policónicas, azimutales, gnomónicas, cenitales, polares, ortomórficas, afilácticas, …orto…, estéreo… pilotadas por expertos capitanes como Mercator, Van der Grinten, Peters, Lambert, Robinson, Winkel-Tripel, Mollweide, Aitoff, Cahill, Goode, Dymaxion, Wagner, Waterman, Kavrasvskiv…
Marea… marea navegar…
¿Cuál de ellos acierta? Como es natural, ninguno. ¿Cuál es el sistema más aproximado a lo justo? Cada uno dice que el suyo, como es natural.
Tal vez pensamos poco en que, en lo diario de nuestra vida, hay un continuo proceso de interpretación de las personas que nos importan o no nos importan: proyectamos sobre nuestra bandeja de entrada, convertida en juez, lo que en ellas vemos o nos parece ver o queremos ver o no vemos, pero suponemos. Nos resulta difícil pensar (o aceptar si alguien nos insinúa que lo hagamos) que hay o puede haber en nuestros ojos o en nuestra mente o en nuestra intención una “proyección cartográfica” incorrecta o interesada o injusta o cruel. No nos damos cuenta de que, instintivamente, la imagen que dejamos que se esboce sobre nuestro juicio “plano” la deforma el afecto o el desafecto, el parentesco (“¿Mi hijo? No es posible. Es incapaz de eso”), la envidia (“¡Ese es capaz de eso y mucho más!”), la venganza (“¡Me alegro! ¡Ya tiene su merecido!”) o la maniobra de querer eliminarla de la atención y consideración del que reparte premios, estimas y dádivas.
¡Cuánta falta nos hace un detergente implacable para eliminar nuestros prejuicios, lavar nuestros juicios y acercarnos al sistema justo de visión y aprecio de los otros!
Nos debe acompañar el sentido del realismo: constato que lo que veo es real, que lo que pienso no es invención, que lo que deseo no se ha convertido en ilusión. Y esto es tanto más necesario (y tanto más grave si falta) cuanto más sucede que haya padres que ven crecer junto a ellos hijos desconocidos. Saben su nombre, si no le han dado un hipocorístico más o menso llamativo o cariñoso. Pero saben muy poco de su alma. No hablan con ellos del alma. Les preocupa su salud física. Pero no tienen idea de cómo crecen sin atención e interés por su parte, sin afecto ni aprecio, sin exigencia ni estímulo, sin confianza y afecto. Les halagó lo guapos que eran cuando bebés (¡cómo se perece a su preciosa madre!), pero los dejaron crecer en un establo bien cuidado y abastecido donde no faltó el veterinario, ni el forraje oportuno, ni el agua limpia ni el cepillado diario. Y los dejan que hagan su carrera como les salga, sin entrenamiento, sin palabras acertadas, sin caricias, sin esfuerzo, sin el aliento para que busquen, sabiendo que es posible, la victoria. Y un día descubren que la proyección cartográfica de su hijo, que les hacía ver un continente logrado, no es sino una apariencia hinchada de vacíos por la que no vale la pena apostar.