viernes, 14 de febrero de 2014

San Valentín.



Wilferd Arlan Peterson (1900-1995) fue un trabajador de la pluma en artículos, secciones periodísticas y libros. Estaba casado con Ruth Irene Rector Peterson y decía de ella que era la inspiración de su trabajo: “Mientras él escribía sobre el arte de vivir, ella lo vivía”.  
Vale la pena, sin más comentarios, en esta fecha, reproducir el “decálogo“ del matrimonio feliz que proponía:
«La felicidad en el matrimonio no es algo que simplemente sucede: un buen matrimonio debe crearse.
En el Arte del Matrimonio las pequeñas cosas son las grandes cosas; nunca se es tan viejo como para no tomarse de las manos.
Hay que recordar decir «te amo» al menos una vez al día y nunca irse a dormir enfadados.
Nunca hay que hablar al otro sólo por ser condescendiente; el cortejo no debe terminar con la luna de miel, debe continuar a través de los años.
El Arte del Matrimonio es tener un sentido mutuo de valores y objetivos comunes, es ponerse en pie juntos enfrentándose al mundo.
Es formar un círculo de amor que se alimenta en toda la familia.
Es hacer cosas para el otro, no en actitud de servicio o sacrificio, sino en espíritu de gozo.
Es hablar con palabras de aprecio y demostrar gratitud de manera considerada.
No se busca la perfección en sí, el Arte del Matrimonio es cultivar la flexibilidad, la paciencia, la comprensión y el sentido del humor.
Es tener la capacidad de perdonar y de olvidar.
Es dar al otro una atmósfera en la que cada uno pueda crecer.
Es encontrar espacio para las cosas del espíritu, en una búsqueda común del bien y la belleza.
Es establecer una relación en la cual la independencia sea igual para el uno y para el otro, la dependencia mutua y las obligaciones recíprocas.
No es sólo casarse con la pareja perfecta, es ser la pareja perfecta.
Es descubrir lo que el matrimonio puede ser en su mejor momento».

martes, 11 de febrero de 2014

¡No hay remedio!



Quinto Horacio Flaco, nuestro Horacio de siempre, escribía en su segunda carta del primer libro de Epístolas al joven Lellio: Sincerum est nisi vas, quodcumque infundis acescit. Aunque es un latín que se entiende fácilmente, me atrevo a darles esta traducción, para salir del paso, a los especialistas en Inglés (y que me perdonan los maestros del Latín): Si el cacharro no está limpio, cualquier cosa que le eches se agriará.

Horacio escribía hace más de dos mil años. Pero qué bien diagnosticaba lo hondo del corazón de algunos hombres. De entonces y de algunos de ahora.

Entre los de entonces, un poco antes, Lucio Sergio Catilina, según parece porque le fueron mal los planes económicos que proponía al Senado, porque le fue mal su repetida aspiración al consulado, porque le fue mal su proyecto de dar más poder a las asambleas de la plebe, tramó una revolución.

Y entre los de ahora nos basta asomarnos a las asociaciones, a los grupos políticos, a la tertulias, a los “medios”, a la calle… para darnos cuenta de que algo queda en el fondo del corazón de algunos hombres que les hace ver, sentir y expresar que todo va mal, que todo les disgusta, que nadie acierta porque todos se equivocan, que todos actúan torcidamente (ahora está de moda decir torticeramente). Porque todos caminan y construyen a partir de sus propios intereses. ¡Todos, todos, todos! Menos ellos mismos. Y los suyos, naturalmente.

A mí, que soy ingenuo por naturaleza, no me preocupa especialmente lo descrito. Mi desazón nace al preguntarme, sin saber responderme (o respondiéndome de un modo que no me gusta), qué es lo que ellos han hecho de bien, hacen o saben y están en condiciones de hacer. Y qué habrá de acidez, de amargura, de resentimiento, de revancha en el fondo de su corazón cuando, por fin, se decidan a callarse y hacer algo.

jueves, 6 de febrero de 2014

Democracia, ¿para qué?



Cuando el 20 de agosto de 1823 moría el papa Pío VII (Bernabé Chiaramonti) no sabía que un mes antes (en la noche del 15 al 16 de julio) un incendio había destruido casi totalmente la imponente basílica de San Pablo Extramuros. ¿Para qué entristecer la pesada agonía, a los 81 años, con la que coronaba una vida llena de persecución, gallardía, humillaciones y fortaleza? Desde 1775 y hasta 1782, todavía joven y como benedictino que era, había sido prior de aquella querida Abadía de San Pablo. Fue después obispo de Tívoli, cardenal-arzobispo de Imola y, al final del largo cónclave a la muerte de Pío VI, en 1800, Papa con el nombre de Pío VII. 
En 1804 Napoleón quiso ser coronado emperador en la catedral de Notre-Dame, pero el Papa se limitó a bendecirlo y Napoleón se coronó a sí mismo. Y la tensión entre el Vaticano y Napoleón creció año tras año.
El 17 de mayo de 1809 Napoleón Bonaparte decretó el expolio del Estado Pontificio: los estados de la Iglesia se unían al Imperio. Roma era ciudad imperial y libre. Todos los eclesiásticos (y el Papa entre ellos) debían jurar las cuatro proposiciones de la Iglesia galicana. El Concilio Ecuménico era el órgano en autoridad y enseñanza. Se ocupa militarmente Roma. Pio VII declara nulo el decreto y el 10 de junio de 1809 redacta la excomunión del emperador. El 6 de julio el general Radet y sus hombres escalaron los muros del Quirinal y lo llevaron a Florencia, Génova, Alessandria, Turín, Grenoble, Valence, Avignon. Y después a Niza, Mónaco, Oneglia, Finale Ligure y Savona, donde estuvo preso hasta 1815.
En el sermón de la Navidad de 1799, cuando era Arzobispo de Imola, Bernabé Chiaramonti había dicho: «La forma de gobierno democrático en manera alguna repugna al Evangelio; exige, por el contrario, todas las sublimes virtudes que no se aprenden más que en la escuela de Jesucristo. Sed buenos cristianos y seréis buenos demócratas». Napoleón, que no había empezado todavía la demolición caprichosa de la cosa pública en Europa, le tildó de jacobino.   
Y a nosotros ¿no se nos ha ocurrido pensar que el vandalismo de los que cacarean democracia es fruto de la ausencia en sus cabezas y en sus corazones de las sublimes virtudes que no se aprenden más que en la escuela de Cristo?

viernes, 31 de enero de 2014

Hasta el final.



Desde hacía casi tres años arrastraba Don Bosco su cuerpo ya totalmente entregado. Su infancia pobre, su juventud desprovista de miramientos, su vida de trabajos por sus muchachos, de contrastes con los que no entendían (o criticaban) el porqué de muchas de la cosas que hacía, sus visitas a los despachos de los que podían corregir la injusticia en que se cocía el futuro de aquella sociedad, sus peregrinaciones por los bolsillos de los que creían haber amasado su propia seguridad, la falta de higiene en los modos de los pobres, la casi inoperante medicina que empezaba a sacudirse el letargo de los siglos, la escasez de sueño prolongada durante toda su vida… habían hecho de su cuerpo a los sesenta y nueve años “un traje inservible” (como le definía su médico y amigo Giuseppe Alber-totti), un instrumento de desecho.      
Veinte días antes de su muerte, vencido ya en el lecho en el que, por fin, iba a descansar, le dijo una mañana de lucidez a su secretario Carlos Viglietti: «Gasté hasta el último céntimo antes de la enfermedad y ahora todavía estoy sin medios, mientras que nuestros jovencitos siguen pidiendo pan. ¿Cómo haremos? Hay que hacer saber que el que quiera hacer la caridad a Don Bosco y a sus huerfanitos la haga sin más porque Don Bosco no podrá ya ni ir ni volver».
No hay duda de que Don Bosco ha sido siempre un personaje inesperado, difícil de medir, de catalogar… una persona sorprendente. A Víctor Hugo se le atribuye el epíteto de Hombre leyenda con que le definió después de conocerle en París en 1883. Y unos años más tarde Joris-Karl Huysmans, que venía del decadentismo y el satanismo a la conversión en la bondad, la sencillez y la belleza, decía de él: «… una vez que obtenía lo que pedía era capaz de administrarla con la sagacidad de un hombre de negocios y la sabiduría de un santo. Es aquí donde se revela su singularidad. Era un hombre del Medioevo; su confianza en Dios era tal que logró realizar los prodigios más increíbles, parecía que su vida transcurriese en el siglo XIII, y, sin embargo, ninguno era más moderno que él. Increíblemente fue socio en los negocios del buen Dios».   
Don Bosco sigue pidiendo hoy (¡y dándose!) por los caminos de todo el mundo. ¿Un ejemplo? La India. Allí lleva Don Bosco poco más de un siglo. Dos mil quinientos setenta y tres salesianos atienden en 299 obras a una multitud de niños y jóvenes ansiosos de aprender y madurar para ser honrados ciudadanos y, muchos de ellos, también buenos cristianos. 

martes, 28 de enero de 2014

Ra Paulette.



Como casi todos los norteamericanos, Ra Paulette acudió a la Universidad. No le fue. Trabajó después – dicen las fuentes - en distintos frentes como el de empleado de correos, guardia de seguridad, obras públicas para instalación de tuberías… No le fue. Tenía un “sino” que le apartó hasta el desierto de Nuevo México donde, a partir de 1985, se le despertó el ímpetu de “descubrir algo que ya estaba allí” abajo, cuenta él. Se sintió arqueólogo. Creó un mundo artístico a partir de una capillla subterránea, de una red de 14 galerías con una inmensa catedral en un conjunto de 8.400 metros cuadrados. Una escalera, un pico, una pala y una mente creadora le han movido durante 25 años a crear obras “que no sean un fin en sí mismas, sino una herramienta de cambio espiritual y social”. Es verdad que se han concedido media docena de premios a documentales que presentan el fruto de su trabajo, pero él afirma: “No gasto ni un gramo de mi energía en tener éxito”. Prefiere "el polvo, la soledad y la belleza de la naturaleza". Se afirma que su historia “El exacavador” podría quedar premiada con el Oscar al mejor cortometraje documental. Pero él se encierra en sus 'cavernas de meditación', como las llama, al margen de la venta de la que se habla por un millón de dólares.
A sus 67 años es un ejemplo de muchas cosas: imaginación, trabajo, libertad de espíritu, iniciativa, creatividad, tesón, tenacidad, indiferencia ante la gloria humana, constancia, esfuerzo, entusiasmo (“pienso en ello las 24 horas del día”, dice)…
Puede ser que el conjunto de su vida y de su obra no nos sirva de modelo para el cabal ciudadano que queremos ser o queremos formar. Pero ¡cuantos de sus rasgos nos sirven para trazar un perfil casi ideal de quien desea cambiar espiritualmente a la sociedad como él desearía y aportar el fruto de una vida que haga el mundo más bello, más grande, más generoso.