Quinto Horacio Flaco, nuestro Horacio de siempre, escribía en su
segunda carta del primer libro de Epístolas al joven Lellio: Sincerum est nisi
vas, quodcumque infundis acescit. Aunque
es un latín que se entiende fácilmente, me atrevo a darles esta traducción,
para salir del paso, a los especialistas en Inglés (y que me perdonan los
maestros del Latín): Si el cacharro no
está limpio, cualquier cosa que le eches se agriará.
Horacio escribía hace más de dos
mil años. Pero qué bien diagnosticaba lo hondo del corazón de algunos hombres.
De entonces y de algunos de ahora.
Entre los
de entonces, un poco antes, Lucio Sergio Catilina, según parece porque le
fueron mal los planes económicos que proponía al Senado, porque le fue mal su
repetida aspiración al consulado, porque le fue mal su proyecto de dar más
poder a las asambleas de la plebe, tramó una revolución.
Y entre
los de ahora nos basta asomarnos a las asociaciones, a los grupos políticos, a
la tertulias, a los “medios”, a la calle… para darnos cuenta de que algo queda
en el fondo del corazón de algunos hombres que les hace ver, sentir y expresar
que todo va mal, que todo les disgusta, que nadie acierta porque todos se
equivocan, que todos actúan torcidamente (ahora está de moda decir
torticeramente). Porque todos caminan y construyen a partir de sus propios
intereses. ¡Todos, todos, todos! Menos ellos mismos. Y los suyos, naturalmente.
A mí, que soy ingenuo por
naturaleza, no me preocupa especialmente lo descrito. Mi desazón nace al
preguntarme, sin saber responderme (o respondiéndome de un modo que no me
gusta), qué es lo que ellos han hecho de bien, hacen o saben y están en
condiciones de hacer. Y qué habrá de acidez, de amargura, de resentimiento, de
revancha en el fondo de su corazón cuando, por fin, se decidan a callarse y
hacer algo.
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