domingo, 15 de mayo de 2011

Monumento a María

Don Bosco hizo de su vida un monumento de afecto y fidelidad filial a la Virgen, a la que invocó desde 1862 como Auxilio de los Cristianos. Pero quiso levantar también un monumento vivo. Y para ello dio con una columna robusta en una joven de un pueblecito de la provincia de Alessandria, María Mazzarello.
Había nacido en 1837 a la sombra de una ermita dedicada a María Auxiliadora en su pueblo de Mornese. Dedicó sus primeros años, con el resto de su familia, como braceros, al cultivo de las vides. Un tifus la redujo a poca cosa físicamente y se entregó a enseñar a las niñas de la vecindad a cortar y coser. Y crecía mientras tanto en fe, fervor hacia la Eucaristía y cariño hacia las niñas.
Por medio del capellán del pueblo conoció Don Bosco su condición humana y cristiana y le propuso que se pusiese al frente de las religiosas salesianas, Hijas de María Auxiliadora, que él quería que se entregasen a la educación de las niñas y las jóvenes. Y en 1872 nació el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora.
Sólo cinco años más tarde partieron las primeras misioneras con destino a Uruguay. La edad media de aquel primer grupo de valientes era de 21 años. Valientes porque si siempre hace falta serlo para dejar la patria e ir a lugares llenos de dificultad, mucho más todavía lo fue para ellas por su joven edad y las circunstancias de hace casi un siglo y medio. Hoy en Uruguay hay 15 obras y en América del Sur 566.  En su papel de madre de la joven familia salesiana femenina supo crear un ambiente de afecto a los intereses de Dios mediante la continua lectura de su presencia en las personas y en los acontecimientos. Murió en 1881, con sólo 44 años y fue canonizada en 1951.
Hoy sus Hijas, 15.100, trabajan en 89 naciones (de estas, 22 en África, 23 en América y 18 en Asia) acompañando a los más necesitados de atención familiar y de educación en 1.535 obras o misiones.
La estela de santidad de la Cofundadora estimuló la búsqueda de Dios en todas y la búsqueda de los hijos de Dios más desheredados de los hombres para amarlos y servirlos. Y en ese surco de entrega y amor la santidad de María Mazzarello se difundió y hoy son cinco las que la iglesia ha declarado Beatas (dos de ellas mártires), una Venerable y dos Siervas de Dios. Y entre las niñas y jóvenes orientadas en su condición de cristianas, sobresale la Beata Laura Vicuña, chilena, que murió en Junín de los Andes (Argentina) en 1904 y fue declarada Beata por el Papa Beato Juan Pablo II en 1988.

viernes, 13 de mayo de 2011

Fátima


Lucía, Francisco y Jacinta vestidos de fiesta
La historia de Mahoma relata que tuvo de 8 a 20 esposas, aunque se suelen precisar  los nombres de once de ellas. De la primera, Jadiya, tuvo a seis de sus siete hijos, entre los que estuvo Fátima, la única que le sobrevivió. Ibrahim, que murió con unos dieciocho meses, fue hijo de Marijah Al-Qibtia (María, la Copta), cristiana.
Fátima llamaron a la hija de Mahoma cuando era joven (fata: joven) y con sus descendientes fueron venerados como raíz de la propia historia. Por eso no es de extrañar que ese nombre se diese a niñas árabes y a algunos lugares de la ocupación musulmana en la península ibérica. Aunque una leyenda local lo atribuye, en el caso que nos ocupa, a que una princesa mora, cautiva de los cristianos, llamada Fátima y después Oriana, fue la esposa del Conde de Ourém.
Pero fue el año 1917 el señalado para que comenzase en aquel viejo y oscuro lugar una historia actual y luminosa. Tres de los más marginados niños de la escasa población de Aljustrel, Lucía de Jesús, y sus primos Francisco y Jacinta Marto, sintieron a partir del 13 de mayo que su espíritu se abría al impulso del amor de Dios en medio de las incomprensiones de los buenos y de la persecución de los que no les  dejaban ser buenos. 
Cuatro millones de peregrinos de amor van cada año a aquel lugar en el que los tres niños oyeron y entendieron que Dios es bueno, que nos quiere, que quiere que le queramos, que quiere que seamos felices, que le gusta que no equivoquemos el camino de la felicidad, que está con nosotros y que le gusta que estemos con Él.
Y lo hizo – y lo sigue haciendo - con la mejor embajadora de su amor: aquella Virgen que aceptó su Palabra como única guía de su vida, que aceptó que su Palabra se hiciese Hijo en Ella, que nos dice una y otra vez, con la seguridad de saber lo que dice, con la garantía de que lo que dice es cierto, que hagamos lo que Él, su Hijo, nos diga.
Estamos tristemente hartos, esposos recientes y ya al borde del fracaso, de querer celebrar nuestras bodas con mal vino (o sin vino) y somos tan zoquetes que no nos damos cuenta de que tenemos un Hermano que nos habla, que nos está invitando a brindar con Él y levantar la Copa del Vino nuevo, rojo como su Vida y seductor y embriagador como el torbellino de su Entrega. Y que nos felicita con las únicas fórmulas que dan dignidad a nuestras vidas de hombres y sustancia a nuestras vidas de seguidores suyos: «¡Amaos!».  «¡Dad la  vida por amor!».    
Este es el Secreto, el Mensaje de Fátima. Porque Dios es sólo Amor.

jueves, 12 de mayo de 2011

El "primer verano".

Los romanos, metódicos y determinantes, llamaron a esta estación del tiempo que estamos viviendo estos días Primer Verano, Primum Ver, que nosotros, aficionados a los neutros y a los plurales (por algo será), hemos convertido en Prima Vera.
Decía – creo recordar que don Santiago Ramón y Cajal, que tanto sabía de cerebros - en el discurso de ingreso en una de las Academias de las que formó parte, algo como esto: Se necesita tener cerebro de oruga para suspirar por los verdes perpetuos de las regiones del Norte y no descubrir la belleza de los violetas, cárdenos, azules, grises y sienas de los alrededores de Madrid.   
Yo le comentaría muy respetuosamente a don Santiago (que tenía toda la razón al ponderar la belleza de la gama total de la Naturaleza): Me gusta la paleta de colores que nos regala eso que llamamos cosmos, es decir bello; esta tierra que nos aguanta y que llamamos mundo, es decir, limpio; o gea, que es alegría. Y me encanta el verde de la Naturaleza, el verde del Norte y de toda la Tierra.
Pero contemplar con fruición el vestido de la Primavera me hace sentir mucho más que la seducción del verde y de los verdes (un asturiano me hacía admirar su tierra mientras me aseguraba que allí tienen, al menos, 48 matices de verde) su poder explosivo. Porque la Primavera con sus verdes no es realmente el Primer Verano, sino el Verano en su nacimiento, Verano Niño, Verano Joven. Es una síntesis de promesas que se empiezan a cumplir. Un tesoro de frutos en ciernes. Un estímulo vivo y pujante de la esperanza. Y una preciosa cuna para la alegría y el optimismo.  
Ver significa para nosotros que la Primavera y el Verano traen la seguridad de que sus flores no acaban en flor; de que la clorofila, las xantófilas, la ficocianina no son sólo adorno, sino sustrato de vida; de que esto que vemos ahora es ya digno del mayor respeto y la más alta admiración. Es un milagro. Un centroamericano me hacía conocer, aquí en Europa, su asombro ante el milagro de la primera Primavera que conocía. 
Y si la Primavera es un milagro, no lo es menor que año tras año el Verano (¡y el Otoño: la uva!) sean el homenaje de vida que la Tierra se ofrece a sí misma en un renacimiento que viene realizándose desde hace millones de años y seguirá alegrando el corazón del hombre y prometiendo y cumpliendo una vez más… y otra y otra.
No es inoportuno que mirando la edad del hombre en que la promesa se va afirmando, nos paremos a examinar si nuestro cuidado por no estorbar, por ayudar, por acompañar con nuestra admiración y nuestra presencia su maduración son lo que deben ser. Porque en esta unidad de vida en la que estamos es tan fuerte la necesidad que tienen los brotes verdes de ser atendidos como la que tenemos los que podemos y debemos de prestar esa atención.

martes, 10 de mayo de 2011

Chismorreos y estanterías.

En una sabrosa conversación con una joven pareja nórdica de jubilados llegué en un momento a interesarme por su familia. Pero inmediatamente sentí la necesidad de pedirles que me excusasen por mi inoportuna pregunta. “En absoluto. Nos encanta hablar de ella… Vivimos con agrado en España… Con frecuencia bajo al bar que hay debajo de nuestra casa y tomo parte en las conversaciones de mis amigos, buenas personas, buenos amigos… Bueno, escucho, porque debo aprender español. Ya he aprendido algunos tacos, aunque no los manejo bien. Y por eso no los uso… Una cosa que me llama la atención, y me extraña, es que sólo (¿o dijo siempre?) hablan de mujeres, de fútbol, de los políticos… Para aprender español y cultivar la amistad me va bien. Pero echo de menos que no hablen alguna vez de la familia, del deporte, de la política… ”.
No estaría de más que repasásemos la estantería de nuestros verdaderos y urgentes intereses, la estantería de nuestra vida más profunda. Por ejemplo: la balda de nuestras ideas ¿está suficientemente poblada? ¿Atiendo a nutrir el anaquel de mis sentimientos con alimentos sanos y provechosos para la salud de mi persona, aunque sean un poco difíciles de digerir? ¿Qué hay en el estante de criterios? ¿Vacío? El arte, la sabiduría de la belleza, del orden, del buen gusto, de la elegancia interior ¿llenan - o esperan a llenar sin llegar nunca - esta repisa en la que veo, en cambio, un poco de polvo indiferente? ¿Qué espacio he dedicado al album fotográfico familiar, que podría estar lleno de ejemplares figuras, de herencias espirituales densas, de ejemplos admirables y alentadores? ¿Caben en algún sitio los sabios tratados que enseñan a educarse y a educar? Los intereses de Dios y de su Enviado ¿ocupan algún lugar en esa otra tabla de “Varios” o “De todo un poco”?  
Hay quien respira mal: cree que el aire fresco, limpio, de las alturas, con su poco de movimiento y de esfuerzo, le perjudica. Y lo evita. Le gusta más el que se respira en medio de la masa, el de todos, el que no exige esfuerzo de salir, de subir, de elevarse. Porque el humo del tabaco, al que han exiliado y anda ahora por los aledaños de la convivencia muchas veces de acera, se ha llevado consigo parte del chismorreo que sirve de pasto a la mente, de aire a los pulmones ya bastante averiados del espíritu, de materia trasfundida a nuestra anémica o mala sangre?

domingo, 8 de mayo de 2011

El Gong de Kyongdok.


Se cuenta la historia de una enorme y vetusta campana, La Sagrada o La Divina Campana, venerada desde hace muchos años en Corea. Se llama  la campana de Songdok o Kyongdok. Porque esa historia cuenta que la hizo el rey Kyongdok al morir su hermano y predecesor, el rey Songdok, hacia el año 765. Otra tradición (las cosas antiguas tienen muchos manantiales que nutren su curso) la hacen testigo y signo del pacto de tres pueblos y distintivo de una dinastía.
Su sonido, que se oye sólo tres veces al año, es de una dulzura tal, dicen, que oírla llorar conmueve hasta lo más hondo del corazón.
Porque (y este rasgo es el que parece tener mayor valor para nosotros) la tradición sigue diciendo que su sonido no resultó bueno cuando se hizo. Y que se sacrificó en su interior a un niño, cuya voz, Emi (así se decía en coreano antiguo mamá) la fue aprendiendo esta campana. De ese modo se convirtió para siempre en el eco de la llamada preciosa y angustiada de aquel niño que se sentía morir mientras invocaba a su madre. De ahí su nombre: Emille.
Verdad o no, esta triste tradición puede llevarnos a muchas reflexiones. De cada uno de los que leen estas líneas brotarán fáciles y fecundas. Algunas de las nuestras, más sencillas, van también aquí.
¿Existe una palabra más bella, más honda, más entrañable que mamá? Es la primera que dicen los niños. A lo mejor no es más que un movimiento de los labios, el más instintivo, cuando tienen ganas de hacer lo que hacen los que lo rodean: hablar. Pero lo que dicen es mamá o MMM MMM. Y lo dicen también algunos ancianos cuando su mente ha vuelto a la contemplación de sus primeros años y necesitan junto a sí la ternura de su madre. ¡Cuántas veces nosotros, los que nos creemos aves libres, decimos madre en el transcurso de nuestra vida! Puede ser que no sepamos por qué lo decimos, pero el ansión ha brotado sin barreras y el vuelo al primer nido es inevitable.   
¿Necesitamos que mueran niños para enseñarnos a amar? Me confiaba una mujer joven que había interrumpido por dos veces la vida en su seno. Y que el silencio de sus dos hijos no nacidos era un grito horrible y continuo en su vida. ¡Cuántas madres lloran en busca de un hijo que no han tenido, o que han perdido o al que le han cortado el camino! 
¡Cuántos niños lloran en busca de una madre! Nunca por culpa propia, sino por culpa de quien hace cálculos sobre la vida y la organizan según la propia conveniencia, sin pensar y sin sentir que su semilla crece en tierra extraña, en desiertos de afecto, en las cunetas de la vida. Hace años tuve ocasión de tratar muy de cerca y, por tanto, de  conocer (llorando dentro de mí) las emociones de muchachos ya mayores, casi hombres, que habían crecido sin conocer nada de su madre, y de la que hablaban con sentimientos ávidos de amor y, en algún caso, de rencor y de una venganza imposible.   
A todos nos cabe un poco de la responsabilidad que hace falta para que la vida de un niño no sea nunca el precio del sonido cristalino de una campana.

viernes, 6 de mayo de 2011

El Armiño.

Me contaron de niño que existía un animalito muy pequeño (no pesan más de 300 gramos), de pelaje blanco, que vivía en la nieve y que defendía el blancor de su piel para no ser sorprendido y cazado. ¡El mimetismo animal!
El armiño, un mustélido (así los llaman sonoramente), con la marta (la marta cibelina, la más apreciada por el pelaje oscurísimo de las llamadas “diamante negro”, raras y estimadas), el tejón, el hurón, la nutria, la comadreja…  son parientes cercanos de la molesta mofeta, de olor repelente.
Del armiño (digno de aparecer en obras de arte y en la heráldica de guerreros del Norte) me decían que si su piel se manchaba, intentaba quitarse aquel horror a zarpazos. Y así llegaba a desgarrarse y morir exangüe. Y así lo cazaban.
Y me invitaban a conservar mi vida limpia de toda mancha. ¡Qué bello propósito! Desde la atalaya de mis años, me pregunto si ese instinto o algo parecido se da en el hombre, si se ha dado antes, si lo seguimos teniendo. Viendo el modo de las pieles (las llaman moda) del vestido que nos echamos encima en estos tiempos, me viene la duda de que nos importe la limpieza de nuestra dignidad. Pero la duda es mayor cuando pienso en mi interior (e, indebidamente, lo confieso, un poco en el de los otros) y advierto tantas trampas, mentiras o medias verdades, zancadillas, puñaladas por la espalda o por delante, traiciones, olvidos, desprecios, ignorancias intencionadas para no comprometerse, cobardías, medias tintas en la conducta… y me quedo (nos quedamos) tan tranquilos.
Hubo un rey de Francia, Luis IX, primo de otro rey nuestro, Fernando III (ambos santos), que en su dolorosa enfermedad de muerte, en 1270, rechazó algo que le ofrecían como alivio, porque prefería morir a pecar.  
En nuestra familia hubo un muchacho que en 1854 tomó ese lema para su vida. No se trataba de convertirse en armiño. Era conservarse como lo que quería ser: propiedad de Dios, feliz por ser su amigo, por contagiar a sus compañeros con la alegría que le daba esa felicidad, por encontrar que servir y amar a los demás, a todos los demás, era el único modo de vestirse de Luz. Se llamó Domingo. Y lo era: que es decir “del Señor”. Y Savio. Y lo fue: porque encontró en el amor a los demás la fuente de la felicidad.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Casa de Muñecas.


Hace casi 132 años que Henrik Ibsen estrenó su Casa de muñecas. Su contenido lo conocemos todos y su argumento se da de vez en cuando en la vida familiar. Para aquí cabe, en cambio, que transcribamos algunos latidos del corazón o del cerebro de los protagonistas del drama, los esposos Nora y Torvald.  
La obra es un escaparate de la vida interior de los cinco personajes que se asoman a él: grandeza e indignidad, venganza y perdón, amor y apariencias,  frivolidad y hondura, cercanía y desvío, heroicidad y torpeza… en las formas diarias de moverse que tenemos los humanos a remolque del egoísmo.
Torvald Helmer, el ”honrado”, el frío, el juez, el dictador familiar, asevera casi al comienzo de la obra, refiriéndose al hogar (?) de un amigo (?): “…una atmósfera de mentiras contamina toda la vida de una casa. Cada vez que esos chicos respiran, respiran un aire lleno de gérmenes malignos… Casi todos los jóvenes delincuentes tuvieron madres corruptas… Krogstad estuvo años envenenando a sus propios hijos”.
Y ya al final, comenzado el desenlace, habla Nora: “Llevamos casados ocho años, Torvald. ¿No te das cuenta de que ésta es la primera vez que tú y yo, marido y mujer, nos sentamos a tener una conversación seria? ... me di cuenta de que viví ocho años con un extraño. Y que tuve tres hijos con él”.
Y cuando Torvald piensa que todo puede volver a empezar, añade Nora: “Tendríamos que transformarnos los dos hasta tal punto que... esta unión pudiera convertirse en un matrimonio de verdad”.
Es triste que se necesiten ocho años de matrimonio, de cercanía, de muchas cosas, aun íntimas, en común (y ¡qué bien si se puede hacer y vale para algo!) para tener una conversación seria y para proponerse y lograr convertirse en un matrimonio de verdad. La costumbre hace que, viviendo sin tener una conversación seria, resulte imposible intentar un matrimonio de verdad.  
No es ya hora. La ligereza, el engreimiento, la buscada ignorancia, la egolatría hacen al hombre ciego. Es mucho mal para que pueda curarse con un acto de voluntad. Faltó el conocimiento de sí y de la otra, el ejercicio del respeto, la estima, el amor auténtico y, a ser posible, la veneración, para que el matrimonio de verdad compartiera en una continuada conversación seria (y seria no significa triste, ni trascendente, ni estirada, ni académica) la belleza del amor.
Seria significa verdadera, auténtica, consistente, sólida, profunda, de ensimismamiento, de identificación, empapada de cariño, de comprensión, de franqueza, de transparencia… Y conversación es el bello ejercicio de verter en un mismo recipiente, el del amor, las ideas, los sueños, los deseos, los proyectos, los temores, las sensaciones, los más hondos sentimientos del genuino afecto.

lunes, 2 de mayo de 2011

"Preikestolen"

En Noruega, cerca de Stavanger y 600 metros sobre las aguas del fiordo Lysefjorden, hay una enorme roca llamada Preikestolen (algo así como Sede de sermones, o sea, Púlpito). Lleva hasta un fatigoso camino por el que se suben 330 metros.
Allá arriba supongo que habréis sentido, los que habéis estado, el placer de estar en un lugar excepcional, el miedo a acercarse al borde (604 metros de caída y el chapuzón en el agua desde esa altura deben de imponer) y llevarse una fotografía de un lugar como aquel. Pero, sobre todo, haber llegado. Porque el camino difícil y áspero de al menos dos horas debe de ser un reto que a algunos les resulta insuperable. Pero si no se sube, no se llega. No hay ascensor, ni teleférico, ni helicóptero.
Para ser padres no hay tampoco ascensor ni teleférico. Tener hijos no significa sin más ser padres. Ser es un verbo muy comprometido. Llegan a ser madre y padre los que han subido ese gozoso e intenso camino de la juventud, del enamoramiento, del noviazgo sabiendo que prepararse no es una actividad aleatoria o evitable, ni un tormento inaguantable, sino un deber y una necesidad, una tarea grave. ¿Cuántos años de estudio necesita un arquitecto para llegar a proyectar y construir  una casa? Y hacer mujeres y hombres, mujeres y hombres como deben ser, que es mucho más insigne que hacer una casa, ¿no va a necesitar una preparación seria y responsable de lo mucho que se necesita para crear un hogar?
A veces, desde al alto púlpito de la paternidad, se lanzan frases, retos, anatemas, castigos del todo inútiles e injustos. Porque como no se educa con palabras sino con la vida, no hay más remedio (¿pero cuántos lo adoptan?) que hacer un largo camino de formación como padres. Camino que no es necesariamente duro, pero que debe ser responsable, completo y que debe resultar feliz. Estar en la cima de la paternidad es vivir y hacer vivir como lo hacen los padres. Parece una perogrullada esta afirmación. Pero, aunque lo sea en el lenguaje lógico, no lo es en la vida. ¿O sí?