domingo, 8 de mayo de 2011

El Gong de Kyongdok.


Se cuenta la historia de una enorme y vetusta campana, La Sagrada o La Divina Campana, venerada desde hace muchos años en Corea. Se llama  la campana de Songdok o Kyongdok. Porque esa historia cuenta que la hizo el rey Kyongdok al morir su hermano y predecesor, el rey Songdok, hacia el año 765. Otra tradición (las cosas antiguas tienen muchos manantiales que nutren su curso) la hacen testigo y signo del pacto de tres pueblos y distintivo de una dinastía.
Su sonido, que se oye sólo tres veces al año, es de una dulzura tal, dicen, que oírla llorar conmueve hasta lo más hondo del corazón.
Porque (y este rasgo es el que parece tener mayor valor para nosotros) la tradición sigue diciendo que su sonido no resultó bueno cuando se hizo. Y que se sacrificó en su interior a un niño, cuya voz, Emi (así se decía en coreano antiguo mamá) la fue aprendiendo esta campana. De ese modo se convirtió para siempre en el eco de la llamada preciosa y angustiada de aquel niño que se sentía morir mientras invocaba a su madre. De ahí su nombre: Emille.
Verdad o no, esta triste tradición puede llevarnos a muchas reflexiones. De cada uno de los que leen estas líneas brotarán fáciles y fecundas. Algunas de las nuestras, más sencillas, van también aquí.
¿Existe una palabra más bella, más honda, más entrañable que mamá? Es la primera que dicen los niños. A lo mejor no es más que un movimiento de los labios, el más instintivo, cuando tienen ganas de hacer lo que hacen los que lo rodean: hablar. Pero lo que dicen es mamá o MMM MMM. Y lo dicen también algunos ancianos cuando su mente ha vuelto a la contemplación de sus primeros años y necesitan junto a sí la ternura de su madre. ¡Cuántas veces nosotros, los que nos creemos aves libres, decimos madre en el transcurso de nuestra vida! Puede ser que no sepamos por qué lo decimos, pero el ansión ha brotado sin barreras y el vuelo al primer nido es inevitable.   
¿Necesitamos que mueran niños para enseñarnos a amar? Me confiaba una mujer joven que había interrumpido por dos veces la vida en su seno. Y que el silencio de sus dos hijos no nacidos era un grito horrible y continuo en su vida. ¡Cuántas madres lloran en busca de un hijo que no han tenido, o que han perdido o al que le han cortado el camino! 
¡Cuántos niños lloran en busca de una madre! Nunca por culpa propia, sino por culpa de quien hace cálculos sobre la vida y la organizan según la propia conveniencia, sin pensar y sin sentir que su semilla crece en tierra extraña, en desiertos de afecto, en las cunetas de la vida. Hace años tuve ocasión de tratar muy de cerca y, por tanto, de  conocer (llorando dentro de mí) las emociones de muchachos ya mayores, casi hombres, que habían crecido sin conocer nada de su madre, y de la que hablaban con sentimientos ávidos de amor y, en algún caso, de rencor y de una venganza imposible.   
A todos nos cabe un poco de la responsabilidad que hace falta para que la vida de un niño no sea nunca el precio del sonido cristalino de una campana.

viernes, 6 de mayo de 2011

El Armiño.

Me contaron de niño que existía un animalito muy pequeño (no pesan más de 300 gramos), de pelaje blanco, que vivía en la nieve y que defendía el blancor de su piel para no ser sorprendido y cazado. ¡El mimetismo animal!
El armiño, un mustélido (así los llaman sonoramente), con la marta (la marta cibelina, la más apreciada por el pelaje oscurísimo de las llamadas “diamante negro”, raras y estimadas), el tejón, el hurón, la nutria, la comadreja…  son parientes cercanos de la molesta mofeta, de olor repelente.
Del armiño (digno de aparecer en obras de arte y en la heráldica de guerreros del Norte) me decían que si su piel se manchaba, intentaba quitarse aquel horror a zarpazos. Y así llegaba a desgarrarse y morir exangüe. Y así lo cazaban.
Y me invitaban a conservar mi vida limpia de toda mancha. ¡Qué bello propósito! Desde la atalaya de mis años, me pregunto si ese instinto o algo parecido se da en el hombre, si se ha dado antes, si lo seguimos teniendo. Viendo el modo de las pieles (las llaman moda) del vestido que nos echamos encima en estos tiempos, me viene la duda de que nos importe la limpieza de nuestra dignidad. Pero la duda es mayor cuando pienso en mi interior (e, indebidamente, lo confieso, un poco en el de los otros) y advierto tantas trampas, mentiras o medias verdades, zancadillas, puñaladas por la espalda o por delante, traiciones, olvidos, desprecios, ignorancias intencionadas para no comprometerse, cobardías, medias tintas en la conducta… y me quedo (nos quedamos) tan tranquilos.
Hubo un rey de Francia, Luis IX, primo de otro rey nuestro, Fernando III (ambos santos), que en su dolorosa enfermedad de muerte, en 1270, rechazó algo que le ofrecían como alivio, porque prefería morir a pecar.  
En nuestra familia hubo un muchacho que en 1854 tomó ese lema para su vida. No se trataba de convertirse en armiño. Era conservarse como lo que quería ser: propiedad de Dios, feliz por ser su amigo, por contagiar a sus compañeros con la alegría que le daba esa felicidad, por encontrar que servir y amar a los demás, a todos los demás, era el único modo de vestirse de Luz. Se llamó Domingo. Y lo era: que es decir “del Señor”. Y Savio. Y lo fue: porque encontró en el amor a los demás la fuente de la felicidad.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Casa de Muñecas.


Hace casi 132 años que Henrik Ibsen estrenó su Casa de muñecas. Su contenido lo conocemos todos y su argumento se da de vez en cuando en la vida familiar. Para aquí cabe, en cambio, que transcribamos algunos latidos del corazón o del cerebro de los protagonistas del drama, los esposos Nora y Torvald.  
La obra es un escaparate de la vida interior de los cinco personajes que se asoman a él: grandeza e indignidad, venganza y perdón, amor y apariencias,  frivolidad y hondura, cercanía y desvío, heroicidad y torpeza… en las formas diarias de moverse que tenemos los humanos a remolque del egoísmo.
Torvald Helmer, el ”honrado”, el frío, el juez, el dictador familiar, asevera casi al comienzo de la obra, refiriéndose al hogar (?) de un amigo (?): “…una atmósfera de mentiras contamina toda la vida de una casa. Cada vez que esos chicos respiran, respiran un aire lleno de gérmenes malignos… Casi todos los jóvenes delincuentes tuvieron madres corruptas… Krogstad estuvo años envenenando a sus propios hijos”.
Y ya al final, comenzado el desenlace, habla Nora: “Llevamos casados ocho años, Torvald. ¿No te das cuenta de que ésta es la primera vez que tú y yo, marido y mujer, nos sentamos a tener una conversación seria? ... me di cuenta de que viví ocho años con un extraño. Y que tuve tres hijos con él”.
Y cuando Torvald piensa que todo puede volver a empezar, añade Nora: “Tendríamos que transformarnos los dos hasta tal punto que... esta unión pudiera convertirse en un matrimonio de verdad”.
Es triste que se necesiten ocho años de matrimonio, de cercanía, de muchas cosas, aun íntimas, en común (y ¡qué bien si se puede hacer y vale para algo!) para tener una conversación seria y para proponerse y lograr convertirse en un matrimonio de verdad. La costumbre hace que, viviendo sin tener una conversación seria, resulte imposible intentar un matrimonio de verdad.  
No es ya hora. La ligereza, el engreimiento, la buscada ignorancia, la egolatría hacen al hombre ciego. Es mucho mal para que pueda curarse con un acto de voluntad. Faltó el conocimiento de sí y de la otra, el ejercicio del respeto, la estima, el amor auténtico y, a ser posible, la veneración, para que el matrimonio de verdad compartiera en una continuada conversación seria (y seria no significa triste, ni trascendente, ni estirada, ni académica) la belleza del amor.
Seria significa verdadera, auténtica, consistente, sólida, profunda, de ensimismamiento, de identificación, empapada de cariño, de comprensión, de franqueza, de transparencia… Y conversación es el bello ejercicio de verter en un mismo recipiente, el del amor, las ideas, los sueños, los deseos, los proyectos, los temores, las sensaciones, los más hondos sentimientos del genuino afecto.

lunes, 2 de mayo de 2011

"Preikestolen"

En Noruega, cerca de Stavanger y 600 metros sobre las aguas del fiordo Lysefjorden, hay una enorme roca llamada Preikestolen (algo así como Sede de sermones, o sea, Púlpito). Lleva hasta un fatigoso camino por el que se suben 330 metros.
Allá arriba supongo que habréis sentido, los que habéis estado, el placer de estar en un lugar excepcional, el miedo a acercarse al borde (604 metros de caída y el chapuzón en el agua desde esa altura deben de imponer) y llevarse una fotografía de un lugar como aquel. Pero, sobre todo, haber llegado. Porque el camino difícil y áspero de al menos dos horas debe de ser un reto que a algunos les resulta insuperable. Pero si no se sube, no se llega. No hay ascensor, ni teleférico, ni helicóptero.
Para ser padres no hay tampoco ascensor ni teleférico. Tener hijos no significa sin más ser padres. Ser es un verbo muy comprometido. Llegan a ser madre y padre los que han subido ese gozoso e intenso camino de la juventud, del enamoramiento, del noviazgo sabiendo que prepararse no es una actividad aleatoria o evitable, ni un tormento inaguantable, sino un deber y una necesidad, una tarea grave. ¿Cuántos años de estudio necesita un arquitecto para llegar a proyectar y construir  una casa? Y hacer mujeres y hombres, mujeres y hombres como deben ser, que es mucho más insigne que hacer una casa, ¿no va a necesitar una preparación seria y responsable de lo mucho que se necesita para crear un hogar?
A veces, desde al alto púlpito de la paternidad, se lanzan frases, retos, anatemas, castigos del todo inútiles e injustos. Porque como no se educa con palabras sino con la vida, no hay más remedio (¿pero cuántos lo adoptan?) que hacer un largo camino de formación como padres. Camino que no es necesariamente duro, pero que debe ser responsable, completo y que debe resultar feliz. Estar en la cima de la paternidad es vivir y hacer vivir como lo hacen los padres. Parece una perogrullada esta afirmación. Pero, aunque lo sea en el lenguaje lógico, no lo es en la vida. ¿O sí?

sábado, 30 de abril de 2011

Regar las plantas.

Hay quien quiere presumir de jardín, pero se olvida de mimar las plantas. Y, claro…
Se me desperezan en el recuerdo tres películas. Juntas, o seguidas, pueden servirnos de gran lección. Pero hasta que las veáis, leed, por favor, esta breve referencia y seguid después ensanchando y enriqueciendo mi pobre reflexión.
Totó es el protagonista de Milagro en Milán (Vittorio de Sica, Cesare Zavattini 1951). Sale Totó a los veinte años de un orfanato y une su suerte a la de los desheredados que malviven en las afueras de la ciudad. Allí siembra alegría, optimismo, ayuda, se acerca a los más hundidos y riega todo con el precioso regalo de su amor. Cuando los echan los propietarios de los terrenos donde tienen su chabolas, se van al centro de Milán y, montados en escobas, vuelan hacia “el país donde decir buenos días significa decir buenos días”. 
Werner Herzog dirigió El enigma de Kaspar Hauser (1974), muchacho de origen misterioso, que vivió, desde su infancia, encadenado, solo y relegado en un antro. Cuando lo dejaron libre a los 16 años, almas buenas lo recogieron y hasta su muerte, cinco años más tarde, manifestó una despierta inteligencia y aprendió a hablar, escribir, estudiar y vivir rodeado de afecto, aunque murió violenta y misteriosamente .
La historia, también real, de John Merrick, El hombre elefante (David Lynch 1980), nos cuenta que nació con enormes deformaciones en su cuerpo, lo usaron como espectáculo de feria hasta ser recogido y amado hasta su muerte en un hospital de Londres.
Sin duda ha bastado este apunte (que sería bueno ampliar viendo y sintiendo esas cintas) para avivar en el fondo de todos nuestros deberes más acuciantes nuestro deber de padres, educadores, conciudadanos que tan fácil y cómodamente dejamos oxidar. Se es padre (generalmente) por amor: se debe ser padre con amor. Los hijos nacen por amor: deben crecer, por encima de todos los demás recursos, gracias al amor. Lo más ordinario es que los hijos nazcan inteligentes, sanos, guapos y buenos. Y nos hace estar desvelados que estén enfermos, que no coman, que no crezcan con los percentiles exactos que corresponden a su edad. Presumimos de ellos y de ellas cuando los sacamos en su cochecito como a un príncipe en su trono y nos hace felices escuchar de ellos: “Es preciosa”, (mientras en nuestro interior sentimos: “No hay nadie tan guapa como ella”). Los “mandamos” a la escuela sin pensar que la inteligencia se hace esencialmente en casa; que la escuela los nutre, si acaso, de conocimientos y nos los hace “eruditos”; que la masa (pequeña o grande) de la escuela no es la máquina adecuada para que la mente adquiera la convicción de que su persona es parte vital de una unidad sagrada, la familia; que la conciencia (¡que la tienen los niños!) se modele con convicciones que deben ser el mejor patrimonio de la familia; que en la escuela no se afinan los sentimientos como sucede (o debe suceder) en el hogar donde viven unos para otros, cultivan la acogida, el aprecio, la mismidad, la solidaridad, el perdón, el cariño.
Vivamos de modo que la buena semilla que hemos lanzado a la tierra reciba de verdad y con absoluta entrega ese riego fecundo de la educación.

jueves, 28 de abril de 2011

Probióticos... prebióticos

Hay muchos Justin célebres. Pero en este momento, sin dejar de lado al canadiense Justin Bieber de todos conocido, me quiero referir al doctor Justin L. Sonnenburg. Ha afianzado la convicción de que en nuestro cuerpo hay células que no son del cuerpo; esto es: que están de alquiladas. Y que se puede contar con ellas (y con las que nos traguemos debidamente seleccionadas y acondicionadas) para arreglar nuestra indómita salud. Ya hay en el mercado y nuestros frigoríficos alimentos atiborrados de probióticos y prebióticos. Asusta leer (o tal vez leí mal, porque era letra pequeña): 100 millones no menos de 250 millones de células vivas. Se ve que son tantas y con tantas ganas de entrar, que los encargados de dosificar se han resignado a no contarlas. Por mucha confianza que traten de darme, no me digan que esto no es una avalancha, una invasión, un allanamiento de morada. Porque ¿qué hago yo con tanta célula extranjera?
Como el doctor Sonnenburg, de la Universidad de Stanford (EEUU), es una autoridad en esta materia, le voy a consultar si su regla vale también en la educación de los hijos. Si su curiosidad, sus ganas de preguntar, de inquirir, de enredar, su geniecillo, su actitud desafiante cuando alguien trata de imponérseles, su alegría desbordante, su encierro en sí mismos cuando algo se les ha torcido… son probióticos que están ahí dentro para que la mente y el corazón de los padres logren un fruto reconvertido de deseo de saber, de capacidad para investigar, de no quedarse en ociosos de oficio, de dominar las cuestas arriba que se les vayan presentando, de saber relacionarse sin dejar que los manejen, de llenar su mundo de luz auténtica y de claro optimismo.
¡Ah!: y los prebióticos. Porque si el niño nace sin pañales y crece sin papilla y es la madre la que se lo pone o se la da en el momento y en la forma adecuada, necesitan igualmente (¡y mucho más!) que se les inculquen (¡qué palabra más sonora, más denostada por algunos y más descuidada por la mayoría!) los principios y los valores que necesitan ya ahora y después y más tarde y siempre. Para elegir bien, para asumir lo bien elegido, para mantenerlo en adecuado cultivo. Para descubrir que el instinto es bueno, pero que no es el gran capitán de la vida. Que existen otras actitudes que deben adquirirse, ensayarse, practicarse, mantenerse y optimizarse: la generosidad, la solidaridad, el respeto, el esfuerzo, el trabajo, la austeridad, la constancia, la auto-exigencia, la precisión, la veracidad, la bondad, la fortaleza… Es decir, la honradez total (porque si no es total no es honradez). 

martes, 26 de abril de 2011

El estallido


Sobre lo que no se puede demostrar gran cosa ha habido siempre grandes ideas, hipótesis y teorías. Parece, como todos los lectores saben, que fue el astrofísico inglés Fred Hoyle (que defendía la idea de que el universo está como estaba y estará siempre como está y estuvo siempre) el que dio nombre en 1949 a la teoría de que el universo está en continua y violenta expansión. Pero lo hizo para reírse de ello y utilizó la expresión Big Bang (Gran Explosión) como mote del nacimiento de toda la materia existente. George Gamow había expresado el año anterior su intuición de que llegarían a descubrirse indicios o evidencias de ese fenómeno. Y hoy se utiliza habitualmente la expresión de Hoyle como la que mejor lo describe. Aunque si no había nada antes de la explosión, difícilmente podía explotar algo.
Los cristianos fundamos nuestra conducta en un hecho que nos lleva a una consideración paralela. Jesús dijo que para que un grano de trigo pueda convertirse en  vida tiene antes que entregar la propia, hundirse en la tierra y morir. Es decir, sólo el que ama es capaz de dar su vida. El que ama de verdad. Él mismo afirmó que no hay mayor amor que el del que da la vida por el que ama. Nos repugna morir. Basta analizar nuestras consultas al médico, nuestras quejas porque no nos atienden ni tan rápida ni tan eficazmente como necesitamos. Basta ver nuestras farmacias domésticas, nuestros sanos ejercicios en los gimnasios y en las pistas donde se intenta aniquilar al colesterol. ¡Y cómo vamos a dar la vida a otros, ni aun a cuentagotas, si tanto la necesitamos, si tanto la queremos, si tanto nos mimamos! 
En estos días del año repasamos una página de nuestra historia en la que se relata el drama de unas lámparas apagadas porque habían asesinado al que las mantenía enardecidas; y el terror, la incredulidad, el pasmo, la alegría, una nueva chispa en aquel fuego asfixiado al ver de nuevo al autor de sus vidas vivo y convertido en un volcán de amor.
La resurrección de Jesús fue el estallido de amor que hizo por fin posible su deseo: que la tierra se llenase del fuego que Él había venido a traer. El grano caído era ya la gran cosecha prometida. Es verdad que con su muerte y su exaltación no se habían acabado los perseguidores, los fabricantes de hielo, de odio, de egoísmo. Él está aquí buscándolos para amarlos y así desarmarlos y hacer de ellos sembradores de dignidad. En aquel estallido había brotado una floración de vidas entregadas, de candidatos a la muerte de amor que lleva a expandirse sin miedo a la violencia.
Veinte siglos han visto desfilar imperios, guerras y  revoluciones. Todo ese mal se ha desvanecido. Y el amor ha seguido muriendo y construyendo otro reino en el que la cosecha del odio no tiene acogida.

domingo, 24 de abril de 2011

A la greña.


Cneo Pompeyo Trogo, Estrabón y Lucio Anneo Floro fueron hombres de amplísima cultura: viajaron, observaron, anotaron y escribieron hace veinte siglos sobre el mundo conocido. Trogo era vocontio, de la Galia Narbonense, es decir, francés (entonces eran sólo galos); Estrabón era griego: Amasía, su patria chica, era parte de la Grecia anclada en el continente asiático junto al mar Negro; y Lucio Anneo Floro era africano o tal vez español y buen amigo del también culto emperador Adriano. Pero los tres, Cneo, Estrabón y Lucio,  eran orgullosamente romanos.
Leamos sin prevención algo de lo que (sin ponerse de acuerdo) escribieron de los hispanos (entonces no había andaluces, ni riojanos, ni asturianos, ni…).
Pompeyo Trogo, en tiempos de Augusto y estrenando el llamado ahora siglo I, escribió: “...prefieren (los hispanos) la guerra al descanso, de modo que si les falta enemigo, lo buscan en casa”.
Estrabón a finales del siglo I aC reflejaba así lo que había aprendido de otros porque nunca estuvo en España: : “... el pueblo ibero tiene leyes, cantos y bailes desde hace 6.000 años... el orgullo les impidió unirse. Si no, no habrían sido dominados por los cartagineses, celtas y romanos.
Y Lucio Anneo Floro, un siglo más tarde: “... pueblo valeroso el hispano, pero torpe para la confederación”.
Mucho más tarde, casi al alcance de nuestra mano, Gertrude Stein, una norteamericana de rompe y rasga, consideraba que los españoles “no oyen lo que se les dice ni escuchan, pero usan para lo que quieren hacer lo que han escuchado”.
Cuando nos miramos al espejo nos decimos con frecuencia: ”Pues no estoy tan mal”, “Es natural que mis ojos gusten tanto”, “La verdad es que me conservo joven”. Bien sabemos que la costumbre y el amor propio se han convertido en los espejos de nuestra vanidad. Y que al único espejo que no le hacemos caso es al que nos critica, como nos decía con claridad en 1937 Gertrude Stein.
¿Nos vale lo que se decía de nosotros hace veinte siglos o nos gusta seguir rompiendo los espejos de nuestra identidad? ¿Será posible que, al menos en el precioso y pequeño solar de nuestro hogar, no busquemos ni alimentemos enemigo con quien poder estar a la greña?