En el régimen
de los pueblos pasados, de hoy y del futuro, aquí y allá, aparece, de vez en
cuando, una nube que pretende hacer el bien: proteger del exceso de Sol,
indicar el camino por el que conviene ir, convertirse en lluvia benéfica para
la cosecha que se desea. Pero la presencia de la nube, su injerencia y hasta su
pertinacia, no resultan a la larga bienquistas. Y se plantea la necesidad de
verla como es, una dictadura, y eliminarla.
Se usa para
ello normalmente la violencia. Pero no se acierta cuando no se sabe por qué se
agrede, dónde dar, cómo golpear, a quiénes y de qué manera guillotinar.
¿Te has fijado
que la mayor parte de las personas que se presentan con ese programa de
eliminar lo que dicen que no es correcto, porque es dictadura de algún
interesado, se convierten inmediata e inflexiblemente en dictadores, si no lo
eran ya antes de irrumpir en la plaza pública? Su modo de hablar, su modo de
actuar, su modo de moverse y removerse, sus gestos, sus gestas… llevan siempre
el marchamo de la superioridad, de la infalibilidad, del dominio de la cosa,
sea cual sea la cosa, con un tono de desprecio, de lejanía y de absolutismo de
lo que no son conscientes (¡malo!) o sí lo son, pero lo esgrimen (¡peor!) y lo
consideran necesario para hacer las cosas como les interesa (¡pésimo!)?
Esto, pienso,
cuenta en el mundo político (no hay más que asomarse a la ventana), pero
también y mucho más en el mundo de la educación. ¡Todos sabemos educar! ¡Los
padres somos educadores natos! ¿Cómo me van decir a mí, que soy su padre, cómo
es mi hijo y de que pie cojea? ¡Llevo veinte años educando y me dicen que no sé
hacerlo!
Necesitamos un poco o un mucho más de sensatez que
nos llevaría a acertar. Debemos estar y sentirnos más interesados en ver de qué
modo caminan los que empiezan a caminar y presumen erróneamente de que lo hacen
muy bien. En general el auténtico dictador (y me refiero al político, al
social, al familiar) es un engreído cuyo engreimiento se ha alimentado casi
siempre con el aplauso de los que le han hecho creer lo que no valía la pena
creer porque no era nada sólido: que era el mejor de todos.