Vivo
desconcertado por la ley que impera en este mundo en el que necesito respirar.
Esa ley – lo intuyes – es la Suprema Ley
de la Libertad de Expresión. Cuando yo era muy pequeño aprendí a no hablar
fuerte, a no hacer ruido, a no correr por mi casa mientras mi hermano más
pequeño dormía su, para mí, fastidiosa y larga siesta. De algún modo me hacían
comprender y, poco a poco y a regañadientes sin duda y a mi modo, yo
comprendía, que existían otras personas además de la mía, que había derechos
superiores a los míos, que había una forma de vivir juntos - la llamada
convivencia – que me obligaba a no expresar mi libertad como me viniese en gana
porque no tenía derecho a hacerlo.
¿Te
has fijado con qué soltura, con qué seguridad, con qué insania se esgrime la
dura porra de la ley de libertad de expresión? Sucede algo inaceptable en una
situación de convivencia familiar, amigable, social… Si yo soy amigo del que
produce ese hecho inmediatamente invoco la inviolable ley de libertad de expresión
para escudarme, para excusar, es decir,
aceptar como bueno, no condenar lo que es a todas luces un ataque al buen gusto
concertado socialmente, al orden aceptado inteligentemente, a la - ¡ojalá! -
inviolable ley de convivencia que me exige el respeto a todos.
“La
maté porque era mía” no lo digo porque suena mal, porque iba a ser demasiado.
Pero el “Me avala la Ley de Libertad de Expresión” lo esgrimo como un mazo ante
el que no cabe más que aceptar y callar. Porque si el que me escucha es pusilánime
o medroso, o inteligente que sabe que no hay quien me arregle, o se escuda en
la ególatra ley de la libertad de expresión… quedo como el déspota que tiende a
dominar un mundo que voy moldeando con mis fuertes manos de dictador y logro
que lo que me rodea viva sometido bajo mis pies.
No vale para acompañar, para compartir, para
respetar, para construir, para amar, el orangután que cree que el primer tronco
que se le pone delante le sirve para imponer justicia en el mundo.
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