Hace
unas semanas (estoy seguro de que lo leíste), en el partido de dieciseisavos de
final del Campeonato de Europa de
bádminton en Francia para optar a los juegos de Río, jugaban la húngara Laura Sarosi y la
alemana Karin Schnaase. A esta se le desprendió
la suela de una zapatilla y se quedó a punto de quedar descalificada porque en
su bolsa no tenía repuesto. “A punto”… porque la húngara, en vez de
cantar su victoria al no poder seguir en el juego su oponente, sacó el par
de zapatillas que llevaba en su repuesto y se las dio a Karin que calzaba el
mismo número. El partido continuó obteniendo la victoria la recalzada por 21-18.
En la
página web en la que se piden firmas para obtener en favor de Laura una
invitación especial del COI para Río, se lee, por ejemplo:
"La húngara le ofreció sus zapatillas con una sonrisa,
como si fuera la cosa más natural del mundo". "Y para Laura era,
por supuesto, la cosa más natural del mundo y la esencia de la
gran comunidad del bádminton". Lo que hizo Sarosi "verdaderamente abraza la cultura y
el espíritu olímpico que en las dos últimas décadas ha
sido enterrado a causa de su excesiva comercialización".
Estoy
seguro de que cada uno de nosotros siente y cuenta o guarda sus sentimientos a
propósito de esta joven húngara. Me permito callarme los míos pero, al mismo
tiempo, escribir algo de lo pobre que me viene a mi mente de poblador de la generalidad
de los pensantes (el pensamiento de los que ocupan la excepcionalidad se
encarna en papeles más altos).
En la vida del día a día, en la calle, en los espectáculos, en el lugar de trabajo, en las
tertulias de toda especie y número, en cada momento y a toda hora se oyen estas
expresiones, manifestación del corazón: «Allá ella». «Ya sabrá arreglarse», «Me
alegro», «Se lo ha ganado», «Bien merecido lo tiene», «Había que cortarle los
humos», «Se lo ha buscado», «Que se aguante», «Se le acabaron las ínfulas», «Si
se veía venir»… Y muchas más expresiones menos “pulidas»” que estas.
Son fruto del corazón, es decir, de los sentimientos que
tenemos y engordamos hacia los demás. Porque en el fondo (del corazón, ¡claro!)
hay un cocedero continuo de envidias, revanchas, suspicacias, deseos de
venganza, impotencia, vagancia, asechanzas reprimidas… y hasta odio.
Es triste que este fenómeno exista. Más triste que se justifique, que se propale, que se vierta en otros corazones, especialmente cuando esos corazones están en los primeros trajines para amueblarse.
Es triste que este fenómeno exista. Más triste que se justifique, que se propale, que se vierta en otros corazones, especialmente cuando esos corazones están en los primeros trajines para amueblarse.